Mártires, místicos, masoquistas. Chris Burden en la era de Jackass | JOSÉ IGNACIO BESCÓS

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Hace ahora tres años dejó de funcionar el cuerpo de un profesor jubilado de sesenta y nueve. Para un artista, pues artista era el dueño de ese cuerpo, pequeño, robusto, como la carrocería de un utilitario, el yinyanguesco kilómetro sesenta y nueve parece un bonito apeadero. Pero por mucho artista que se sea, uno debería esperar un cierto kilometraje de un cuerpo fabricado con los estándares de calidad mínimos exigibles, y sesenta y nueve hace pensar en algún defecto de fábrica. A menos, claro, que uno haya sometido al cuerpo a los rigores de una exploración artística off-road para la que no estaba diseñado.

Es el caso.

Seis kilómetros campo a través. Del kilómetro veinticinco al treinta y uno, antes de ser profesor, antes de ser jubilado, cuando nuestro hombre es un joven universitario en California con el cuerpo aún en garantía, lo guarda en una taquilla durante un centenar largo de horas, lo cuelga del techo, lo arrastra por cristales rotos, lo electrocuta, lo perfora con alfileres, lo crucifica a un Volkswagen, lo inmoviliza durante días, veintidós, otra cifra armónica, bien calibrada por el artista que, sí, también hace atravesar su baqueteado cuerpo por una artística bala del calibre veintidós, en lo que se convierte en su obra más celebrada. El sempiterno escándalo del arte, centrado ahora, entonces, en la verdad o el engaño y en la valentía estética o el desequilibrio psicológico.

¿Un masoquista? Tal vez. Numerosos son los críticos que sustentan esa visión con evidencias biográficas para probarlo. Para empezar, ese accidente en el kilómetro doce, el pie destrozado tras caer de un ciclomotor, la necesidad de operar inmediatamente, antes de que la anestesia pueda hacer su magia atontadora (¿qué son dos agujeritos de cinco coma seis milímetros en el brazo, pequeños y limpios, entrada y salida, para quien de niño tuvo que enfrentarse a eso?; ¿qué son dos clavos en las manos, cuya localización fue perfectamente estudiada para causar el mínimo daño?) Un masoquista, pues. O mejor, un sadomasoquista al límite, como afirma el crítico Schjeldahl[1].

¿Un masoquista al uso? De ninguna manera. Lo que el niño Chris Burden, pues ese es el nombre que figura en los títulos de propiedad del cuerpo colgado, disparado, crucificado, descubre no es el placer ligado al dolor. Lo que se le revela al doliente extremo, y no en el éxtasis de la mesa de operaciones, sino en la reflexiva inmovilidad del año de encamado posterior (¿qué son veintidós días inmóvil para quien de niño cumplió condena de hospital?; ¿qué son cien horas entaquillado?),  es lo que generaciones de mortificantes saben: el dolor dominado, que no disfrutado, tiene una inigualable utilidad espiritual.  De ahí que, cuando se le pregunta, Burden aluda al episodio como “instructivo”. ¿Qué aprendió el joven Burden? En sus propias palabras, que “ahora tengo el control”[2]. En aquel desafortunado (o no) rito de paso con pie en carne viva, descubrió el poder del sufrimiento soportado para quien es capaz de domesticarlo. De ahí su insistencia, muy torera, en que aun sabiendo que los gajes del oficio podían traer consecuencias irreparables no tenía vocación suicida[3]. El poder descubierto, tan subversivo en la California contracultural de unos años 70 marcados por el repensamiento militante de una respuesta al sistema más comprometida que la capitulación hippie, como lo fuera después la patada punk al pop, o mucho antes, el compromiso político estoico frente a la negación cínica, es el de la víctima, no el del victimario.

En ese sentido, la actitud artística de Burden no tiene demasiado que ver con el de otros body artists, que, como Flanagan, por ejemplo, explotaban su dependencia hedónica en un contexto inequívocamente sexual[4].  La actitud de Burden de empoderamiento espiritual de la víctima le acerca más bien a los disciplinantes de sangre católicos, cuya flagelación no es placentera, sino purificadora, liberadora, una aproximación al modelo de Cristo a través de la compartición de su sufrimiento. O directamente a los mártires, esos testigos (pues eso, y no otra cosa, es un μάρτυς) de la fe. Así, no es raro que se haya presentado a Burden como un mártir del arte[5]. A eso han ayudado los flagrantes guiños religiosos de sus obras (la crucifixión en Trans-Fixed, los tres días sepulcrado en un motel en Disappearing, etc.), y también el empeño crítico en exculpar a Burden del delito de canalizar las más bajas pasiones haciéndole cómplice de la puesta del arte al servicio de intereses políticos propia de aquel tiempo y aquel espacio, empeño tan obcecado que pasa por encima de las objeciones del propio Burden. Para muestra, este obcecadamente empeñado, empeñadamente obcecado, botón:

Aunque Burden ha negado a menudo que los acontecimientos nacionales e internacionales de la época tuviesen influencia en la forma de sus primeras performances, la evidencia circunstancial es bastante convincente. Esta era una era, después de todo, en la que el público prestaba creciente atención al brutal cenagal militar de Vietnam y, en vista de la disputa sobre los papeles del Pentágono, en la que escrutaba cada vez más los intentos de esconder la verdad del papel de los Estados Unidos en el exterior. Incluso antes del final de los 60, después del juicio a los Ocho de Chicago y con la dispersión general de los ruidosos movimientos de protesta orientados hacia la juventud, la desconfianza hacia el gobierno y hacia las estructuras industriales de poder que dominaban la cultura habían alcanzado un punto máximo. “Haced la guerra a las máquinas” escribió el líder contracultural Abbie Hoffman en 1971, justo antes de pasar a la clandestinidad para escapar de las acusaciones relacionadas con drogas que fueron amañadas contra él. “Y, en particular, a las estériles máquinas de muerte corporativa, y a los robots que las custodian.” Desde luego, las dos primeras performances de Burden después de su graduación de UC Irvine parecían provenir directamente del zeitgeist.[6]

Solo desde el sociologismo desaforado puede adherirse la reivindicación política a la obra de Burden.  Solo desde una freuditis enfermiza puede hablarse, salvo en algún caso evidentemente morboso, de la racionalización religiosa del sufrimiento como masoquismo, a menos que aceptemos la extensión del término masoquista hasta abarcar las antiguas prácticas religiosas de acercamiento a los dioses por medio del sufrimiento autoinfligido[7].  En ese caso, el masoquismo de Burden supondría el sacrificio último del artista y de su obra, del sujeto y del objeto, para preservar la acción como residencia genuina del verdadero arte. La conservación eterna de la acción puntual, el instante inmaterial que no puede comprarse ni venderse, los quince milisegundos que una bala del veintidós tarda en recorrer los cinco metros que distan del cañón del rifle de un Iscariote con cuestionable puntería al brazo incorrupto de un artista, frente a la mezcla de alarma y admiración de la docena de compañeros de taller que sirven de público. Un instante que solo puede ser recordado, contado como un milagro por los doce apóstoles de Burden, imperfectamente videorrepresentado. Un instante que instantáneamente se convierte en mito, que congela esos quince milisegundos hasta hacer que podamos instalarnos en el claro heideggeriano entre tierra y mundo en el que habitan los dioses y miran ambos sub specie aeternitatis. Ese es el fin último del niño Chris, eternamente tumbado en esa mesa de operaciones[8], no, eternamente elevado, contemplando la belleza del cuerpo infantil eternamente crispado sobre una mesa de operaciones; un fin místico a través de la acción corporal que más que con los mártires cristianos lo emparenta con los mevlevíes  y su búsqueda girante de “la ascendencia espiritual hacía la verdad, acompañados por el amor y liberados totalmente del ego”[9].

¿Un puro masoquista? En absoluto. Entonces, ¿un masoquista puro?  No del todo. Sería ingenuo que, aun descartando las políticas o sexuales, no admitiésemos motivaciones ulteriores y no tan espirituales, inconscientes o conscientes. Entre las primeras está la reafirmación defensiva de la masculinidad del hombre blanco, amenazada desde finales de los 50. Como bien señala Carlson, el relato metaperformativo de Burden tiene una distancia emocional ingenieril, desapasionadamente masculina, sospechosa, y más pensando en la carrera posterior de Burden como escultor algo más convencional, centrada en ingenios mecánicos y arquitectónicos construidos con juguetes tópicamente masculinos, como el mecano o los trenes eléctricos.  A eso añadimos nosotros lo que acabó siendo una fijación con las armas de fuego. Burden justificaba Shoot de la siguiente forma:

Tenía una sensación intuitiva de que recibir un disparo es tan americano como el pastel de manzana. Vemos gente filmada en la televisión, leemos sobre ella en el periódico. Todos se han preguntado cómo es. Entonces lo hice[10].

Quizá. Sin embargo, sabiendo que, poco tiempo después, llevaría de manera constante una Uzi cargada, o que su propuesta para celebrar el décimo aniversario de su acción más célebre a uno de sus jóvenes discípulos fue recrearla, con el salvador Burden en el papel del Judas francotirador (propuesta que el sensato joven rechazó[11]), cuesta pensar que no hubiera algo más, mucho más oscuro, en la línea de lo sugerido por Carlson, Schjeldahl y tantos conocidos que son testigos (¿mártires?) de los arranques testosterónicos (testosterona, la hormona del teste, ¿del testigo?, ¿del mártir?) de Burden.

Y entre las motivaciones conscientes, ese jugueteo incesante con los medios. Desde el principio, Burden buscó una proyección, no de su obra, sino de lo que hoy llamaríamos su marca personal. TV Ad (1973), por ejemplo, fue una supuesta obra artística consistente en anuncios de diez segundos, emitidos cinco veces a la semana, durante cuatro semanas, en el canal 9 de Los Ángeles, con una fórmula publicitaria muy asentada, escandalizar para vender (tres primeros segundos con el nombre del artista en grandes letras, seguidos de siete segundos de su reptar sobre cristales rotos de Through the Night Softly). Y Chris Burden Promo (1976) fue una pieza exclusivamente textual en la que lo que se asociaba con el nombre de Chris Burden era el de cinco pintores inmortales (Leonardo, Miguel Ángel, Rembrandt, Van Gogh y Picasso), y que fue emitida en Nueva York y Los Ángeles en horario de máxima audiencia.

Tal vez debamos entender las razones de Burden, quien, una vez ya abandonada su escandalosa faceta de body artist,  alegaba que la publicidad (léase la notoriedad mediática) fue la que le permitió cambiar de dirección hacia la escultura menos estridente[12]. Sea como fuere, su nada artística objetivación de sí mismo como producto de consumo se compadece mal con la pureza espiritual del derviche girador y deja en el aire la perpetua pregunta que flota sobre el arte contemporáneo: “¿Arte o engaño publicitario?”

En el caso de Burden, Peter Schjeldahl, el mismo que reticentemente lo tildaba de sadomasoquista, no tenía duda: no solo el de Burden es arte, sino que la consideración de si es buen arte es el test definitivo sobre las actitudes que uno tiene sobre el arte contemporáneo (y  Schjeldahl, por cierto, cree que Burden es un gran artista)[13]. A juzgar por las reacciones del mundo artístico tras la muerte de Burden, se diría que la opinión de Schjeldahl es ampliamente compartida, al menos en ese reducido círculo de iniciados. ¿Hay algún signo, empero, de que aquellas ceremonias sacrificiales sembraran la semilla de una nueva religión? No lo parece. Así, si recuperásemos hoy aquella Chris Burden Promo, el último nombre de la serie resultaría tan desconocido para el gran público como en 1976, tal vez más. Pero no desesperemos.

Entre en escena Philip John Clapp, alias Jimmy Knoxville, responsable de la serie de películas y programas televisivos Jackass, cuya premisa es la compilación anárquica de hazañas físicas como ser corneados por un toro de rodeo, esnifar wasabi, o introducirse un coche teledirigido por el ano.  Resultado: quinientos millones de dólares de taquilla y fama planetaria. Y una larga serie de lesiones y secuelas, entre las que brilla, como el propio Knoxville se encarga de destacar en cada entrevista, el uso crónico de un catéter a resultas de un insensato salto en bicicleta que acabó en rotura de pene. Salvo por ese poner el cuerpo al servicio de un objetivo, artístico en un caso, puramente comercial en otro, Knoxville y Burden son antipódicos. Si este provenía de una familia de intelectuales de Nueva Inglaterra, pasó su infancia en el extranjero, tuvo una amplia educación universitaria y el arte se convirtió en el faro de su vida, las raíces de aquel son sureñas, y de extracción más popular, no salió de Knoxville, Tennessee, hasta que se graduó de la escuela superior, y lo hizo para buscarse la vida como actor. Ah, y el arte es lo último en lo que piensa:

 Cuando se trata de interpretar a Jackass en términos de modelos de masculinidad o movimientos artísticos de vanguardia, Knoxville no está particularmente interesado: "A nadie le importa una mierda. Simplemente nos estamos divirtiendo. No lo intelectualizamos así"[14].

¿A nadie le importa? No es cierto, y ahí está la baza de Burden para alcanzar una inmortalidad popular leonardiana (o miguelángica, o rembrandtosa, o vangoghánea, o picassiana). Y es que una de las personas que acompañó a Knoxville en la aventura de lanzar Jackass es Spike Jonze, movedor espasmódico de los hilos de Knoxville, como John Cusack movía los de Malkovich en Cómo ser John Malkovich, y en situación de eterna esquizofrenia, sin decidir con cuál de los Kaufman de su El ladrón de orquídeas quedarse. Puede que con los dos, con los dos guionistas gemelos, con el zafio y exitoso Donald Kaufman-Jimmy Knoxville y con el intelectualmente comprometido y fracasado Charlie Kaufman-Chris Burden. Puede. Puede que, por eso, es Jonze el que al hablar de Jackass no trae a colación penes al bies, sino a un tipo que una vez se hizo disparar por amor al arte.

Cuando Chris Burden se bajó de la vida en el kilómetro sesenta y nueve, Jackass pasaba por el quince. Un kilometraje, este sí, muy respetable para un producto audiovisual de masas. Y que puede alargarse, a juzgar por las recientes declaraciones de Knoxville en las que no descartaba una nueva entrega en la que se produciría un relevo generacional entre individuos con poco aprecio por su integridad física a cambio de una buena dosis de fama y dinero.

Combinemos la longevidad del producto con esa necesidad que siempre tiene la intelectualidad de sublimar los productos populares para hacerlos aceptables para sus exquisitos paladares, esa necesidad que supone una reapropiación del arte previamente expropiado por el sistema, esa necesidad que invita a encumbrar a un John Ford tributario de Murnau o a admirar el Moritat de Rollins, devolviéndole el filo a Mackie Messer, que lo perdió cuando el sistema lo convirtió en Mack the Knife.  ¿Hará ese miedo a quedarse fuera un objeto de culto de Jackass y, de rebote, hará de Burden el Murnau de Knoxville, o de Jonze? De momento, los primeros pasos están dados, con el proyecto Don’t Try This at Home, de Igor Krenz[15], o con el estreno mundial de la hasta ahora última entrega de la saga en el Moma neoyorquino[16]. Lo otro, la inmortalidad mediada por un imitador que no se sabe tal, sería un retruque digno de la improbable vida de Chris Burden. Pero si los astros no se alinean, si no se da la carambola, siempre nos quedará el homenaje de Bowie a Burden, disfrazado de león hecho de hierro, pitoniso que te dirá quién eres si lo clavas a su coche:

Joe the lion

Went to the bar

A couple of drinks on the house an' he said

"Tell you who you are if you nail me to my car"

David Bowie, Joe the Lion, álbum: Heroes (1977)

 

 

Bibliografía citada

 

Baumeister, R. (2015). Masochism and the Self. Nueva York: Psychology Press.

Carlson, M. (2016). Performing Bodies in Pain. Nueva York: Palgrave Macmillan.

Chris Burden Biography, Art, and Analysis of Works. (2018). Recuperado el 13 de mayo de 2018 de http://www.theartstory.org/artist-burden-chris.htm

Dewey, R. y Marrinan, T. (Dir.) (2016). Burden. Nueva York: Magnolia Pictures.

Ebert, R. (1975, abril, 8). “Chris Burden: The "Body Artist". Chicago Sun Times.

Fallon, M. (2015). Creating the Future. Berkeley: Counterpoint.

Igor Krenz - Jackass Poland - Museum of Modern Art in Warsaw. (2018). Recuperado el 14 de mayo de 2018 de https://artmuseum.pl/en/filmoteka/praca/krenz-igor-jackass-polska

Joe the Lion - David Bowie | Song Info | AllMusic. (2018). Recuperado el 14 de mayo de 2018 de https://www.allmusic.com/song/joe-the-lion-mt0054607198

Jones, A. (1998). Body Art, Performing the Subject. Minneapolis: Univ. of Minnesota Press.

Mor, B. (2011). Soldados de Dios 1456. Madrid: Verbum.

Rose, S. (2010, noviembre, 4). “Johnny Knoxville's House of Pain”. The Guardian.

Schjeldahl, P. (2007, mayo, 14), “Performance: Chris Burden and the limits of art”. The New Yorker.

Selberling, D. (1976, mayo, 24). “The Art-Martyr”. New York Magazine.

 

[1] Dewey, R. y Marrinan, T. (Dir.) (2016), min. 15.

[2] Dewey, R. y Marrinan, T. (Dir.) (2016), min. 25.

[3] Ebert, R. (1975).

[4] Jones, A. (1998), p. 231.

[5] Selberling, D. (1976).

[6] Fallon, M. (2015). Traducción propia.

[7] Baumeister, R. (2015), p. 47.

[8] Dewey, R. y Marrinan, T. (Dir.) (2016), min. 29.

[9] Mor, B. (2011), p. 230.

[10] Chris Burden Biography, Art, and Analysis of Works. (2018).

[11] Dewey, R. y Marrinan, T. (Dir.) (2016), min. 64.

[12] Dewey, R. y Marrinan, T. (Dir.) (2016), min. 54.

[13] Schjeldahl, P. (2007).

[14] Rose, S. (2010). Traducción propia.

[15] Igor Krenz - Jackass Poland - Museum of Modern Art in Warsaw. (2018).

[16] Rose, S. (2010).