Valéry, Philibert. El Problema de los museos | ALBERTO MARTÍNEZ FERNANDEZ

Paul Valery
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¿Qué tiene que ver, a priori, un breve artículo de 1923 del poeta, ensayista y filósofo francés Paul Valéry, en el que expresa su desencanto y su visión crítica sobre la institución museística, tal y como era entendida entonces, con una película de 1990 que nos ofrece la posibilidad de echar un vistazo al interior de uno de los grandes museos del mundo, el Museo del Louvre, con motivo de su profunda reforma a finales de la década los 80 del siglo pasado? Una respuesta apresurada podría llevarnos a concluir que poco más tienen en común que el hecho de ser ambas, de alguna manera, obras artísticas que reflexionan y se refieren, en cierto modo, al museo como objeto de estudio. Pero, evidentemente, poco o nada se parece aquel museo que Valéry confiesa que no le gusta, en el que se siente presa de una especie de “horror sagrado”, con el actual concepto de museo abierto al público en el que la difusión de sus contenidos, la cercanía al visitante o la preocupación por la experiencia de su visita, constituyen un objetivo fundamental de sus responsables.

Casi setenta años separan las palabras de Paul Valéry de las imágenes de la película de Nicolas Philibert, un período en el que la Museología se ha ido construyendo como disciplina científica que estudia el museo, y en el que diferentes enfoques, como la Nueva Museología o la Museología Crítica, han contribuido a hacer que se abandone para siempre el viejo aspecto del museo tradicional como lugar de exposición, con un concepto heredado de las colecciones de “maravillas” y las clasificaciones racionalistas, que están en el origen remoto de los primeros museos públicos, uno de los cuales, desde 1793, es precisamente, el propio Louvre. La práctica de los museos ha llevado a variar la forma en que se exponían las obras; sin duda, el ejemplo paradigmático de esto es el MOMA y el famoso cubo blanco de Alfred H. Barr que hoy vemos reflejado, en mayor o menor medida, en innumerables museos alrededor del mundo. También el número de piezas en exposición se ha reducido y se han establecido discursos expositivos que buscan acercar la comprensión de las obras al espectador y evitar que se produzca en él esa sensación a la que se refiere Paul Valéry cuando habla de ese extraño desorden organizado. Nos hemos situado, en nuestros tiempos, muy lejos de aquello que denunciaba el poeta francés o, al menos, eso creemos. Sin embargo, las imágenes del documental “la ville Louvre” muestran que, tal vez, en el fondo, el museo no haya cambiado tanto en nuestros días.

Con su cámara como un testigo mudo, un personaje más entre todos los que habitan en esta pequeña ciudad ignota, Philibert nos muestra la vida del museo cuando está cerrado al público: el transporte de las piezas, su inventario y catalogación, los cuidados preventivos, la restauración o la disposición de las obras en las salas, pero también la vida cotidiana de los trabajadores que forman parte del museo y le dan vida a diario. De este modo, establece una contraposición muy bella entre las obras de arte “durmientes” en los almacenes -casi enormes cementerios llenos de piezas - y aquellos que les dan vida y cuidan de ellas. Sin ellos no existiría el  museo, parece decirnos; en este sentido, entendemos la humanización del museo y del patrimonio, que existe gracias a la percepción de gente viva, quienes cuidan de él y los que lo hacen suyo. Frente a la visión deshumanizada del museo que se describe en el texto de Paul Valéry, tenemos esta otra idea mucho más cercana, más humana. Pero, junto a ello, el documental pone, también, al descubierto los kilómetros de galerías subterráneas, almacenes, laboratorios, infraestructuras que soportan la pequeña parte del museo visible al visitante. Asomarnos, como Jonás, al vientre de la ballena, a esta especie de ciudad oculta, nos permite darnos cuenta de que el museo es mucho más que lo que vemos. Que sólo una pequeña parte de las obras que conserva están expuestas, mientras  en los almacenes se acumula una inmensa colección de pinturas, esculturas y objetos diversos de todos los tiempos que los visitantes, tal vez, nunca veremos. Esto pone de rabiosa actualidad las palabras de Valéry acerca de la aplastante herencia del hombre moderno que resulta igualmente empobrecido por el exceso de riquezas. Hoy podemos visitar museos en los que las piezas se exponen más claramente, con un discurso que trata de comunicarnos, con mayor o menor sencillez, su mensaje, evitando abrumarnos con el exceso y la concurrencia de obras deslumbrantes en un pequeño espacio.

Los problemas señalados por Paul Valéry pueden haber cambiado de rostro pero, quizás, siguen estando hoy encima de la mesa. Es el caso de qué hacer con el papel del museo como institución consagradora del arte y del artista. No son sólo los museos de arte contemporáneo los que pueden contribuir al reconocimiento de un artista actual dándole cabida en sus salas, sino que los museos “tradicionales”, al llevar a cabo la selección de las obras que deciden exponer y, en consecuencia, las que quedan guardadas en sus almacenes, siguiendo un criterio que nunca puede ser neutro, reflejan con esta selección, y, en cierto modo, consagran al mismo tiempo, una determinada visión de la historia del arte. Por otro lado, durante estos años, han cobrado importancia aspectos que Valéry podía apenas intuir cuando escribió su artículo y que plantean nuevos problemas y necesidades, como la mercantilización del arte, la necesidad de recursos, unida a los intereses turísticos, que convierten cada vez más los museos en instituciones cuyo principal objetivo es la atracción de público, cuanto más mejor, poniendo en juego todo tipo de recursos, a veces, propiamente comerciales y, no tanto, con un interés artístico o cultural. Igualmente, la extensión del concepto de patrimonio y su necesaria protección a los aspectos inmateriales, etnológicos, tradicionales, culturales en un sentido amplio, no sólo en territorios y culturas lejanas, sino teniendo en cuenta también las, cada vez más valoradas, expresiones de arte popular, callejero, ... manifestaciones de los más variados colectivos que forman parte de nuestra sociedad, pueden conducir, como se ha señalado en muchas ocasiones, a la conversión del mundo en un enorme museo, afectando, con ello, a la consideración del museo tradicional que, tal vez, se vería superado en sus límites, no siendo capaz de albergar y dar una respuesta a este concepto inabarcable de un patrimonio omnicomprensivo, ni siquiera a riesgo de crecer como un enorme Leviatán. Y, en relación con ello, no podemos olvidar una idea que Valéry deja apuntada al final de su artículo, la de la orfandad de la pintura y la escultura; algo que podríamos traducir, quizás, como el extrañamiento que sufren en el museo las obras que nunca fueron creadas para exponerse allí, sino para cumplir unas funciones específicas en un lugar determinado para el que fueron concebidas. Al sacarlas de su entorno y confinarlas en un almacén o exponerlas, en el mejor de los casos, junto a una serie de obras con las que no tuvieron nunca nada que ver, se les hurta buena parte de su sentido, de su esencia, a cambio de protegerlas, ensalzarlas y guardarlas para la posteridad como un objeto valioso.

Esa acumulación, propia de nuestra civilización y que Valéry se cuestiona si hubieran llevado a cabo otros pueblos como los griegos o los egipcios, nos conduce alternativamente a la superficialidad o a la erudición que, en el fondo, también representa un fracaso, pues nos priva, señala Valéry, del disfrute de lo esencial de la obra, a cambio de la acumulación de una serie de datos absolutamente prescindibles. En cierto modo, con su extrañamiento en el museo y el extrañamiento, incluso, de nuestra propia visión, le estamos quitando a la obra su propia vida y, por todo ello, en el fondo, la pregunta fundamental, seguramente, sigue siendo la misma que surgía de las palabras Paul Valéry en 1923: ¿Conseguiremos algún día hacer del museo un lugar tan atractivo, tan lleno de vida como la calle que vemos a través de sus ventanas?.