english
He tenido la suerte de haber sido invitada a uno de los open studio de LRM Performance (ó "Locus") en los que muestran su recién terminado trabajo "Kowloon" a prensa, historiadores o comisarios. Es una experiencia muy personal pues su principal línea de creación es que el trabajo no posea concepto ni narratividad, siendo el observador el que los crea, si lo así desea. De esta forma tras ver el trabajo invitan a liberar esa parte atávica de nosotros que se rige por la emoción y la intuición, por la piel.
Este es el proceso por el que intento llegar a mi propio resultado.
Es conocido cómo David Lynch, siendo estudiante de Bellas Artes, dio con la clave de lo que buscaba en la pintura cuando uno de sus lienzos se movió por efecto de una leve ráfaga de viento. Esa oscilación provocó en los trazos un efecto inquietante del que antes carecían. La abstracción había cobrado vida. El mismo Lynch lo explica así: “Quería conseguir un tono, como si La Mona Lisa abriera la boca y se girase y entonces escucháramos el sonido del viento, y luego volviéramos a la posición de origen y sonriera de nuevo.” El mayor hallazgo de Lynch son esas abstracciones, esas escenas sin contexto, esos cuadros en movimiento que cambiaron la forma de hacer y entender el cine.
Pues bien, aunque en Kowloon la influencia oriental es obvia desde el mismo nombre de la producción, hay mucho del legado posmoderno occidental del que la abstracción pictórica en movimiento de David Lynch es sólo una referencia mínima. La interdisciplinaridad, el ensamblaje heterogéneo de influencias, corrientes y culturas que, a priori, parecen tener poco que ver, hacen de Kowloon una pieza original y valiente dentro del arte performativo actual.
Así, la importancia capital del sonido en Kowloon nos lleva al cine surrealista europeo (pienso en el René Clair, de Entr’Acte (1924), por ejemplo) o a esos cortometrajes del joven Lynch –Six figures getting sick six times (1966) fue el primero–, pero de igual forma nos remite a la concepción sagrada del primer sonido creador en las religiones orientales. Y es que si en la cultura judeo-cristiana en el principio fue el Verbo, en la budista-hinduista fue el sonido. Por esto en Kowloon el sonido no acompaña sino que sustenta, envuelve, configura, es una vibración que describe el espacio, que forma parte de él y lo hace visible. El sonido es pieza vital del conjunto. Una pieza que no describe ni explica nada. Se limita a provocar un estado de conciencia en el espectador sostenido en la atención extrema, en la alerta. Son sonidos que no acabamos de identificar aunque en realidad reproduzcan grabaciones del Metro de Madrid, del bullicio y la confusión de las calles de Hong Kong, de la algarabía de las voces orientales de taxistas, de las de pájaros o grillos, de estruendos metálicos y sonidos orgánicos, casi táctiles que, de pronto, parecen quebrar el espacio como el corazón de un iceberg. Y todo ese ruido busca anular las referencias, el hilo discursivo… El pensamiento se suspende, la razón se aturde. Sólo queda sentir. Aparece entonces la inquietud, la extrañeza, el temor, el asombro o la angustia que van sucediéndose y solapándose a medida que el montaje discurre, a medida que el sonido se expande.
Kowloon trastoca todo. Tiempo y Espacio se ponen en juego. Decía Walter Benjamin que “el carácter destructivo sólo conoce una consigna: hacer sitio; sólo una actividad: despejar. (…) Hace sombras de lo existente, y no por los escombros mismos, sino por el camino que pasa a través de ella.” Es la misma idea que sustentaba la Anarquitectura de Gordon Matta-Clark (1943-1978) y de la que Kowloon se apropia a la hora de iluminar y reconfigurar el espacio: buscando el elemento ignorado, dirigiendo la mirada hacia lo oculto o parcelando el espacio para recomponerlo de nuevo y así mostrar su extrema fragilidad. LRM Performance utiliza los materiales como Matta-Clark utilizaba los picos y palas. Y al fragmentarse el espacio también lo hace el tiempo pues ambas dimensiones están unidas. El sonido nos lo recuerda de forma constante.
En una de las escenas más evocadoras y líricas de Kowloon, una mujer avanza lentamente, tanto como el monje de Tsai Ming-Liang en Walker (2012), que hacía del gesto consciente toda una filosofía vital. La mujer está rodeada de vegetación y se escucha el canto de los pájaros. La escena se muestra a través de sombras chinescas y se enmarca con dos lienzos blancos en la parte superior e inferior del cuadro respectivamente. El espectador parece encontrarse de pronto sentado frente a una pantalla de cine en la que lo que está viendo, en realidad, no es la imagen proyectada sobre esa pantalla sino el espacio mismo en el que el cuerpo de la bailarina se desplaza. Una vez más, las sombras chinescas que remiten a la cultura oriental se funden con el concepto del cine tan afín a los inicios del cinematógrafo en Europa. Es inevitable imaginar a Georges Mèliés descubriendo esas sombras en Le Chat Noir, ideando fantasmas y hadas a través del celuloide. Lo mágico en esa escena delicadísima de Kowloon aparece a través de un espacio que se modifica según se inclinan los lienzos. Es así como lo bidimensional de la imagen se colma ante nuestros ojos de horizontes infinitos. Lo plano se despliega, se amplía, se multiplica, cobra profundidad. La sombra se hace cuerpo y los lienzos que antes simulaban una pantalla se transforman en alas o velas que se agitan acompasados por los brazos de la bailarina.
Estas escenas de transición que estarían destinadas a deshacer lo representado se convierten en lo más valioso, en mi opinión, de Kowloon. En la misma destrucción reside la continuidad, que no es sino el origen de la siguiente escena. Se muestra el montaje, no se esconde. Ese es el mayor logro de Kowloon: exhibir el proceso mismo del guion, la estructura y el andamiaje de la producción. De hecho, los ensayos se graban en vídeo, de modo que lo que vemos es la escenificación en directo de un audiovisual donde los cortes de las secuencias, esto es, la edición, cobra relevancia. El tiempo, el ritmo del rodaje se muestra en el mismo espacio donde discurre, lo que daría para una reflexión profunda sobre la percepción misma del Tiempo cuando éste cobra protagonismo al trastocarse las magnitudes espaciales. No es este el lugar para ello. Sólo un apunte, recordando las palabras de Didi-Huberman: “El acorde fundamental que se oye resonar sin cesar a través de la masa del tiempo (…) toma aquí la forma de una onda que hay que entender como onda de choque y como proceso de fractura.” Sí, de nuevo el sonido.
Y toda esta destrucción formal, toda la angustia y la claustrofobia, toda la oscuridad, toda la atmósfera subterránea que a veces inquieta y deslumbra como en la cueva de Apichatpong Weerasethakul en Tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas (2010) otras ahoga como en la ciudad opresiva del Blade Runner (1982) de Ridley Scott y otras atemoriza como ante la entrada cubierta de plásticos del cementerio nuclear de Onkalo de Into Eternity (Michael Madsen, 2010), (umbral en el que solo cabe abandonar toda esperanza, por cierto)… ¿Adónde nos lleva?
No hay respuestas en Kowloon. Cada espectador obtendrá una experiencia única y cientos de interpretaciones, explicaciones o traducciones posibles, todas subjetivas. Comparto una de las mías: Puede que nos lleve a situar nuestro cuerpo como referencia central; A olvidar las magnitudes y límites, convenciones, influencias, teorías e ideas que nos separan de nuestro ser intuitivo, el que conecta con la piel y la emoción. Y puede también que nos lleve a recordar aquello que hace miles de años nos impulsó a tiznarnos los dedos y a manchar la pared húmeda de alguna cueva en Sulawesi o Cantabria.
Más información: http://LRM-info.com/