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En octubre de 2011, en la ciudad de Colonia, en Alemania, Wolfgang Beltracchi fue condenado a cumplir seis años de cárcel abierta. Desde 1975, él y su esposa Helene Beltracchi fueron responsables de uno de los mayores casos de falsificación de arte de la pos-guerra alemana. El proceso fue relativo a catorce lienzos pintados a la manera de Heinrich Campendonk, André Derain, Kees van Dongen, Max Ernst, Fernand Léger y Max Pechstein. Sin embargo, se cree que centenares de lienzos de más de 50 artistas aún circulan en el circuito de las artes. Beltracchi creaba nuevas obras en el estilo de los pintores que decía pertenecer a la colección Werner Jägers y a la colección Knops, de los abuelos de Helene que habían escondido de los nazis antes de la Segunda Guerra Mundial. Algunas fotos falsas de Helene vestida como su abuela fueron tomadas y reveladas en papel del mismo período atestiguando así, la veracidad de la historia. Los lienzos de Beltracchi se vendieron en renombradas casas de subasta incluyendo Sotheby’s y Christie’s y expuestas en importantes museos y galerías como el The Metropolitan Museum of Art en Nueva York. Pero un ínfimo error echó todo a perder: un cierto tipo de tinta blanca usada en algunas de sus pinturas incluía en su composición un poco de titanio, pigmento inexistente hasta el 1921.
Helene Beltracchi como su abuela
Verificar la autenticidad de una obra se hace necesario cuando el arte alcanza valor de mercado. Si una copia es producida con maestría, será la firma la que diferenciará la copia de la falsificación. En el negocio del arte, es la autoría lo que está en juego, el valor del mito está por encima de la estética.
El falsificador juega con el argumento y la circulación en el ámbito de la elite social, compradora de valiosas obras de arte. Su tarea es engañar y vencer todos los obstáculos, las precisiones técnicas científicas, el rastreo del origen, hasta llegar al punto de la subjetividad apostando en la confirmación del veredicto. En este sentido, la falsificación se diferencia del plagio. El plagiador se implica en la acción del robo –del latín plagiarius, robar- mientras el falsificador lidia con el engaño -del latín falsus, fallere, engañar. Casi un truco, que por arte de magia hace surgir nuevas obras en el mercado.
Wolfgang Beltracchi actuó como los grandes falsificadores de la historia. Los que sabemos, digo, pues los más grandes probablemente nunca los conoceremos. Él no se limitó a copiar un lienzo ya existente, hecho que seria fácilmente identificado en las colecciones de los museos, sino que creó nuevas obras a la manera de cada artista. Un nuevo descubrimiento, un lienzo todavía no conocido, con una buena historia detrás, puede encantar al mercado.
Durante su periodo en la cárcel, la pareja aún consiguió sacar provecho de la situación. En enero de 2014, publicaron dos libros: una autobiografía y una colección de correspondencias intercambiadas durante su reclusión. El caso también fue tema del documental Beltracchi-Die Kunst der Fälschung (Beltracchi – El Arte de la Falsificación), de Arne Birkenstock, estrenado en junio de 2014. En la película, la directora entrevista a Beltracchi durante su sentencia en la cárcel abierta y a otros expertos del mundo del arte.
En este período, Beltracchi salía de día para trabajar en el estudio de fotografía de su amigo Manfred Esser, lo que resultó en un trabajo autoral conjunto, el “Beltracchi Project” que une pintura y fotografía. Las fotos retratan el propio Beltracchi y las pinturas con copias de las falsificaciones siendo, por tanto, un retrato que cita el propio caso de la falsificación.
La notoriedad de Beltracchi es atribuida por la falsificación como mérito. La condición de anonimato cuando es revelada, ejerce una especie de atractivo, el de un truco que ha sido desvelado. La precisión del engaño se configura en la maniobra de la ilusión. Ver el documental sobre Wolfgang Beltracchi y comprender como armó ese gran juego es, como mínimo, curioso.