El cuerpo, el huevo | EDUARDO JORGE

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Tamago. Performance de Ismaera y Manon Harrois, 16 de febrero de 2013 en el CanalDanse, París.

La iluminación del salón es mínima, pero suficiente para ver el cuerpo del artista japonés Ismaera de bruces, en posición horizontal y en el límite del cuadro. En líneas generales, se trata de un cuadro cuyos elementos en su entorno dialogan con una precariedad del material, que dialoga con los cuerpos inicialmente en reposo. Fuera del cuadro, Manon Harrois se encuentra en posición vertical, lo que marca una diferencia de ejes que luego permitirá añadir una palabra al vocabulario de Tamago (huevo, en japonés), una noción temporal de una escena. Cuando hablamos de escena, no se trata de llevar la improvisación al grado de la representación, sino de hacer un marco preciso en la dinámica que el reposo de los cuerpos anuncia. Tal reposo evidencia la luz. Así, el primer momento de la iluminación, el blanco y su estructura, añade una fuente luminosa como las obras de Dan Flavin.

La luz, sin embargo, cambia en el espacio y cambia el espacio. Una vez que los bastones de luz blanca exponen el cuadro, la escena se desarrolla y desaparece en la penumbra. Un punto de luz blanca y circular viene del cuerpo de Manon Harrois, más precisamente de una linterna situada en su cabeza. En el suelo, Harrois dibuja círculos mientras Ismaera permanece en reposo. Se trata de la desaparición de la escena en el cuadro, donde los cuerpos se entregan a una determinada situación. Ella sigue dibujando círculos, cuya escala es la distancia entre sus pies, hasta tocar el pié de Ismaera: el cuadro y la escena ceden al juego inestable de la improvisación.

En estos círculos, existe aún una concepción de movimiento celeste y astral, en la cual permanece la idea de una escritura solar del movimiento. En ese aspecto, la cartografía de Manon Harrois activa el movimiento del bailarín hasta que el foco de la situación se desplaza hacia un tercer elemento: la yema de un huevo, un signo actuante de la performance al mismo tiempo que demarca la distancia entre los cuerpos. La artista vuelve a salir del cuadro para coger con la boca la yema de un huevo, dando así la temperatura de su cuerpo al elemento que Ismaera utilizará como punto de equilibrio. Los puntos de equilibrio oscilan de acuerdo al lugar del cuerpo en que la yema es depositada. Si antes la luz era una estructura mínima, luego, en cuanto se reduce, es adherida al cuerpo, pues la yema del huevo pasa a ser una metonimia solar marcando un fuerte contraste entre cuerpo y luz, entre dos estructuras solares en movimiento: cuerpo y huevo.

Esa situación se vuelve hacia el rostro de la artista. La dinámica se concentra en el punto de luz, en los ojos, en la boca y en la yema del huevo hasta llegar al cuerpo de Ismaera. Dos aspectos deben ser resaltados en este punto: la cualidad de movimiento, cuyas connotaciones tienen sus orígenes en Laban, y en este caso en el discreto aspecto circense del malabarismo, en el cual el cuerpo busca constantemente nuevos centros gravitacionales para mantener la materia en movimiento. Ese es el foco de atención del trabajo, cómo los movimientos de los cuerpos se encuentran en la situación efímera de mantener la materia – la yema – en movimiento. La yema que existe en tanto que metonimia de la luz (la energía solar condensada en el tono amarillo), núcleo de vida (se trata de un movimiento exterior de una forma embrionaria que se mantiene como materia orgánica), pigmento en potencia (no se puede negar la acción en torno a la pintura, pero que toma distancia de los trazos de acción como los drippings del action painting), crea, poco a poco, una nueva capa en la piel de Ismaera. En medio de esas tres condiciones de la yema en tanto que materia plástica, el gesto contenido en la performance de Ismaera y Manon Harrois es simple: la imposibilidad de mantener la materia orgánica en movimiento hace que los cuerpos jueguen con la continuidad entre danza, dibujo y deseo.

El huevo sale de su neutralidad, de su pureza cuando su presencia evoca un principio de abyección que en Tamago es un problema de forma. Con la yema en movimiento, la luz blanca de Manon Harrois les da un aura que complementa la imagen del huevo, es decir, la clara. La luz sigue como medida de distancia. Cuanto más se distancia de Ismaera, más abre su foco. Retomemos “La métaphore de l’oeil”[1], de Roland Barthes, no solo para contraponer operaciones lingüísticas entre metáfora y metonimia, sino para hacer de ambos, el topos de una de las fuertes propuestas de Georges Bataille sobre el erotismo: continuidad y discontinuidad. La materia orgánica crea una nueva piel para Ismaera. La luz de Manon Harrois es una metáfora ocular delante de la metonímica luz solar que se vuelve pigmento. Las condiciones de luminosidad son bajas. Lo suficientemente bajas para enfatizar los gestos en movimiento, gesto que, incluso, es sonido. El soplo, los sonidos generados por Manon Harrois son formas de redimensionar los movimientos de Ismaera. Este aspecto crea una nueva piel en el espacio, una piel fónica, no-verbal, que toca, en lo oscuro, el límite del movimiento danzado. Eso exige del ojo de quien está observando un esfuerzo para seguir el movimiento que llega a ser amenizado por una otra condición de luminosidad: la proyección del vídeo que capta los movimientos de Ismaera en relación a la yema.

La presencia del vídeo reduce la velocidad de la mirada del espectador y hace que la yema del huevo se reafirme como metáfora solar. Ella reactiva el papel del ojo que supervisa, creando en algún punto virtual, fuera de la mirada física y del vídeo, la blancura y la situación de glóbulo blanco entre huevo y ojo. En ese punto virtual, encontramos una cadena solar con los ejes – los planos – de los cuerpos en el espacio. Los repertorios corporales de Ismaera y de Harrois son evidentemente diferentes: las precisiones de los movimientos danzados en el primero encuentran la cartografía de los dibujos y de los trazos sonoros de Harrois en el nivel de una partitura interpretada por el cuerpo. La yema en movimiento, antes de configurarse como pigmento, es una materia de la luz que da el tono en la relación entre el cuerpo y el huevo. Relación, sin embargo, que en algunos momentos es capaz de provocar la risa. Una risa nerviosa, diría Manon Harrois, pero una risa que viene de una desestabilización. Una risa que viene de sonidos que oscilan entre la abyección y una relación sexual, entre el movimiento danzado y el movimiento dibujado, entre distintas masculinidades expuestas, la del pene y la del pincel, entre la energía lunar del ambiente y los elementos solares en movimiento, entre el reposo y el movimiento, que, por generar una sensación de fuerza centrífuga, aparentemente crea una relación de fuerzas entre los artistas, donde la última yema sale de la boca de Harrois y cae en la garganta de Ismaera. El punto de luz móvil es lanzado en el suelo y, por fin, la tensión termina cuando el cuadro se convierte en un envoltorio para el propio cuerpo de Ismaera. Cerrado como si estuviese en una bolsa de plástico, el bailarín es arrastrado. El campo de la situación performática, en este momento, desaparece con el propio peso, cargado por la artista como si ella anunciase una nueva partida, en fin, un cambio en el espacio y del espacio.


[1] BARTHES, Roland. «La métaphore de l’œil», Critique 195-196, Paris: Les éditions de Minuit, 1963.