La comunión imposible: sobre Comunión I, 2006, de Rodrigo Braga | EDUARDO JORGE

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Rodrigo Braga: Comunhão, 2006

1. LA COMUNIÓN COMO ETNOGRAFÍA

El filósofo italiano Giambattista Vico ya definió la metáfora como una pequeña fábula. La metáfora en esa acepción no se aleja del principio aristotélico como un vehículo, o más precisamente la transposición del nombre de una cosa a otra, según se lee en Arte poética. En fin, la metáfora se define como un procedimiento de pensamiento que ocurre por la vía de la analogía, un pensamiento por la presencia de la figura y de la representación. De Mallarmé a Freud, la analogía pasó de demonio a seducción. Un pasaje que, si nos valemos de la propia metáfora, no es un trayecto tan largo (demonio/seducción). Sin embargo, al salir de la transposición de una cosa a otra, se nota que el pasaje de un poema hacia una operación psicoanalítica presenta una distancia en cuanto a aquello que también es absolutamente incomunicable, o sea, una energía metamórfica que opera en silencio. Así, la hipótesis que se arma es la siguiente: si la metáfora achica los caminos, comunicándoles por el pensamiento analógico, la metamorfosis es aquello que todavía se está formando, o sea, una forma formante, escapando incluso de la condición de paradoja, pues establece contactos más ramificados, plenos de matices, de heterodoxias.

Esa breve discusión pretende pasar por el artículo de John Berger intitulado “Animales como metáfora”, publicado en la revista New Society, a finales de los setenta, en Nueva York. En el dicho artículo, Berger argumenta que los animales ingresaron al imaginario humano como mensajeros y promesas. Quizás, si observamos la presencia animal en las tragedias, eso sea visible en la presencia del animal como un símbolo de augurio, señales de cambios o enunciación de algo trágico, además de la constitución de una vida sacrificable. Sin embargo, acá la cuestión de interés es cuando Berger afirma que la primera pintura hecha por el hombre tuvo como tema el animal, o sea, el animal, hasta donde se sabe, fue la primera figura hecha por las manos infantiles del hombre de las cuevas. No obstante, la cuestión se vuelve más intensa cuando Berger argumenta que probablemente el pigmento utilizado para esa representación animal haya sido su propia sangre. O sea, la relación entre hombre y animal no ha sido simplemente una relación metafórica, una vez que se piensa que la materia que constituye el cuerpo animal también fue utilizada para la representación.

La cuestión no se refiere únicamente a la supuesta constatación de la ciencia de que la primera representación fue debidamente hecha con sangre animal, sino la seducción de esa hipótesis para pensar la presencia del animal en el arte contemporáneo. Sobre ese punto, establecer una relación entre hombre y animal, a partir de la imagen, se convierte en desafío cuando uno se enfrenta a la heterodoxia del objeto artístico, que pone en cuestión el propio objeto y el propio Arte, institución que lo recibe. Lo que existe en esa relación es un proyecto de comunión, aunque esa comunión no sea algo simplemente conciliador, pues el desentendimiento, la incomprensión y aquello que no está en el ámbito de la comunicación también hacen parte de este proyecto, constituido silenciosamente.

Que se nombre, por lo tanto, esa comunión de imposible para que sea creado un oxímoron que se acerque de la relación hombre/animal en el arte. Esa comunión está presente en la imagen del artista brasileño Rodrigo Braga (Manaus, 1976) intitulada “Comunhão I”. La imagen de dos cuerpos prácticamente sepultados sugiere el gesto de todo y cualquier intento de conciliación entre los cuerpos – humano/animal. La condición de viviente se convierte en ejercicio de imaginación para el artista. El cuerpo humano en su límite comparte con el animal la transformación de la materia, sus metamorfosis. Tal imagen señala una comunión imposible, una comunión en el ámbito del lenguaje. El encuentro, a nivel del suelo, de la tierra, se vuelve aún una negación de la actividad de los cuerpos, de la actividad funcional que los separaría. Una negación de lo que es “propio” del hombre, o de lo que se nombre comúnmente como cultura.

La imagen de Rodrigo Braga realiza un inusitado encuentro entre cuerpos distintos, en medio a tierra y cenizas. En una conversación con el artista, Braga habla de una inmersión en el ciclo bío-geo-químico, ignorando lo que sea cultura o naturaleza a respeto de un mundo natural construido por sus artificios. La imagen de Rodrigo Braga, por ello, oscila entre la metáfora y la metamorfosis. Sin embargo, eso se presenta en registros distintos. Al principio como metáfora, bajo una condición de representación del encuentro del hombre con el animal, una mirada del hombre tautológico que ve la tumba abierta delante de sí, como señaló Georges Didi-Huberman en el que vemos, el que nos mira. En razón de esa mirada, surge en ambos la presencia animal revestida de desnudez.

Así, de esa tautología y de esa desnudez, seguimos para un segundo registro, lo metamórfico, inscrito en el propio ciclo de transformación cuerpo-materia, que se establece como pathos, y por la fuerza como physis, que equipara hombre y animal. Más allá de la equivalencia de los cuerpos, existe un otro punto que desplaza la presencia del animal, realizando su distinción entre una figura, una representación. La representación del animal aquieta, enseña y hasta mismo edifica, pensando en el ámbito de la metáfora, de la fábula. Ella aún hace del propio animal un vehículo, tratándole como un mensaje de hombre hacia hombre. Por cierto, ha sido ese aspecto que hizo el filósofo Jacques Derrida decir, en El animal que luego estoy si(gui)endo, que la fábula es un amansamiento antropomórfico, o todavía Gilles Deleuze y Félix Guattari, en Kafka: para una literatura menor, los cuales debilitaron el efecto de la metáfora para pensar la metamorfosis como una intensidad, quedándose inherente al devenir. Así, la cuestión tratada por Rodrigo en “Comunhão”, serie compuesta por tres fotografías, es la presencia inquietante del animal que en las imágenes se asienta en un deseo de perecer en conjunto. Si Derrida, Deleuze y Guattari señalaron ese aspecto edificante y sin el devenir de la metáfora y de la fábula, el crítico de arte Lorenzo Mammí, a partir de las discusiones sobre la presencia animal en la obra “Bandeira branca”, de Nuno Ramos, expuesta en la 29ª Bienal de São Paulo, afirmó que en una obra de arte el animal no actúa como en una película o en una publicidad, el animal es solamente él mismo. De este modo, la presencia desnuda del animal se vuelve inquietante. Inquietante como es la obra “Monólogo para um cachorro morto”, expuesta en el Museu de Arte Moderna do Rio de Janeiro (Fruto estranho, de septiembre a noviembre de 2010). Una obra que tiene afinidad con “Comunhão”, de Rodrigo Braga, una vez que ambos artistas se valen de un complejo proyecto de relación entre distintos cuerpos, lo que nos lleva a pensar no solo la presencia del animal en el arte contemporáneo como una simple exploración, sino una compleja organización formal envuelta, incluso, por la alteridad del artista. La discusión se vuelve densa cuando esa organización formal no es solamente conocida por la vulgata de formalismo. Es necesario pensar el estrecho enlace emprendido por Theodor Adorno según el cual cuanto más efectiva la organización formal de una obra, más intenso es su contenido. He aquí otra comunión.

El cuidado emprendido por Rodrigo Braga en su obra pasa por ese doble aspecto hasta llegar a una etnografía cuyo principio está orientado bajo la materia del viviente no-humano, presente en las imágenes de “Comunhão”. Braga pasa por una etnografía en lugares inhóspitos del sertão pernambucano en Brasil, por la región amazónica, por la convivencia con comunidades, por el contacto con materiales orgánicos, entre los cuales se encuentran animales muertos. En esa convivencia, el artista convierte la economía de energías de la materia en ethos. Del mismo modo que la discusión no trata de la separación entre forma y contenido, ella también no trata en esa etnografía del dilema entre arte y vida, mismo porque, si se quita la vida, igualmente se quita el arte como impulso físico y vital de elaboración de imagen. Así, en la etnografía que más se parece a la búsqueda de una comunión imposible, Braga pierde de vista esas nociones de categorías separadas, pues, una vez concentrado en el ambiente como el de “Comunhão I”, el artista vive la inmanencia de elaboración de la imagen. En fin, Rodrigo Braga se convierte en portavoz del animal muerto, veste su piel bajo el pretexto de una comunión entre materias. Él actúa sobre la materia para tocar el animal.

Pilar Albarracín: La Cabra, 2001

2. LA COMUNIÓN COMO DANZA

Pilar Albarracín es otra artista que articula physis y pathos, cuerpo y animalidad en su obra. Nacida en Sevilla en el 1968, Albarracín describe fuerzas telúricas para el campo de la imagen. En el límite de la desnudez como presencia animal, el cuerpo sangra como en la performance del 2001 llamada La cabra, donde ella baila con un animal muerto. Tal danza no está lejos del contacto de Rodrigo Braga con el bode (cabra) del nordeste de Brasil, en Comunhão I, II y III. Así, el movimiento de comunión animal está en ambos. Ambos bailan como el tiempo que los mata, según señala Bataille. Ambos están en contacto con una relación imposible entre hombre y animal que se manifiesta poéticamente, como resaltó Georges Bataille en “La animalidad”. Por ocurrir poéticamente, esa relación es, por lo tanto, abierta. Por ello, las imágenes de “Comunhão”, de Rodrigo Braga, y las de Pilar Albarracín demuestran una fuerza telúrica en la relación entre cuerpo y animalidad, entre pathos y physis. Destituido de su propia humanidad, el hombre se acerca literalmente de la tierra porque la humanidad sería una proyección del humano sobre el propio humano. La tierra para el hombre es, sobre todo, una metáfora, una fábula que se organiza en Estado, en país, en nación o en gentilicio, algo que se llama metafóricamente – y literalmente – de territorio.

Los animales no tienen humanidad en virtud de no compartir un lenguaje común con los hombres. Por ello, como metáforas o fábulas, se valen de una especie de humanismo. Los dos artistas, en esas obras, desconfían del humanismo. Esa discusión se acerca una vez más de lo que Jacques Derrida nombró de “propios” del hombre, o sea, todo que es obstáculo para su desnudez, es decir, su vida desnuda, su condición animal. En esa desnudez, Rodrigo Braga se vale materialmente de lo que está disponible en el sertão o en la región hacia donde él se desplaza para explorar cuerpo y animalidad, sus límites. Pilar Albarracín, a su vez, se vale de la presencia de una pasión dolorosa, y su propio cuerpo se expone a tales límites, como en la performance Lunares, de 2004. En Lunares, Pilar, bajo la música de una orquestra, baila con un vestido blanco. En la punta de los dedos, ella lleva agujas que, con gestos rápidos y exactos, en el mismo punto del cuerpo, perfora la piel y tiñe el vestido con pequeños círculos rojos. Cuerpo, animalidad se encuentran en el límite trágico del cuerpo que baila, el cuerpo de la artista vestida que se desnuda en sangre. No obstante, es en Verónica, de 2001, donde el encuentro entre cuerpo y animalidad es más bien escenificado. Vestida como una bailarina flamenca, la mujer acerca su mejilla a la de un toro. La toca como quien toca, sumisa, una mejilla amada. Separa sus propios labios como quien está a punto de entregarse a un beso y, por consiguiente, al deseo por otro cuerpo – todo eso localizado dentro de otro espacio, distanciado al de Rodrigo Braga, aunque ambos estén en búsqueda de una comunión entre hombre y animal por la vía (de ethos) de la imagen. Un ambiente interno que, bajo las cortinas, se parece más a una alcoba. Una habitación íntima de la casa. Desde ahí se puede leer un desborde de la propia imagen porque en ambas, la de Pilar y la de Rodrigo, existe una construcción de escena en la imagen estática. Una construcción que transforma la fotografía en éxtasis, o sea, en un juego que convierte el estático en extático. El cuerpo de la mujer, en esta entrega, está prácticamente curvado al toro, que es un anagrama de la palabra otro. El toro. El otro. En “Comunhão I” y en “Verónica”, hay una búsqueda de este radicalmente otro, el animal. “Verónica” es una imagen fotográfica que posee un movimiento de danza. Pilar veste un rojo que es propio de la muleta del torero, que provoca la ira del animal, que lo invita para el olé, para el golpe final. El rojo de la muleta que enfurece el toro es aquí el cuerpo de Pilar Albarracín, que se propaga para todo el ambiente íntimo. El movimiento de este pañuelo que provocaría tal furia sería su danza, su seducción. Por ello, el movimiento de la muleta, el movimiento que “Verónica” provoca sería un movimiento de seducción y muerte. De deseo hacia el desconocido, en fin, al radicalmente otro. Una desnudez que es seguida de una mudez o sonidos impronunciables o ininteligibles de animales (abordando el tema bajo un ámbito sonoro), cuya aprensión humana del lenguaje todavía intenta dominar, diciéndole onomatopeya.

Websites: http://www.pilaralbarracin.com/home.htm performance la cabra: http://www.pilaralbarracin.com/perfmc/10thegoat/vprfmnc10.html http://www.rodrigobraga.com.br/