italiano
“¿Qué hacer con toda aquella serie de gestos que me distraían de mis escapadas por el ojo visceral, restos de mi antigua vocación artística? La cámara por fin cumplió el objetivo de contemplar pasiva el desarrollo de las obras, cual tercer ojo mecánico. Descubría el sentido pragmático de la vida captando lo más inasible que hay en ella: la luz.”[1]
Entre los bienes humanos, la obra de arte es tal vez el más complejo de catalogar. Esta complejidad consiste en el hecho de que su interpretación nunca termina, no se puede controlar su significado, ni su revelación. En este sentido, su naturaleza es por definición cambiante, sus lecturas variadas, sus autores uno e infinitos. Nuestra percepción de ellas siempre provocará efectos múltiples, como círculos concéntricos creados por el gesto de tirar una piedrecita en un estanque.
Las obras de arte nos revelan otros mundos. Ante ellas nos asombra el efecto que nos provoca aquella extraña imposición a la reflexión. Nos implantan la semilla de la crítica, la sana crítica, la que nos sacude y también nos escarnece. El objeto artístico representa un diálogo entre el autor y nosotros, que nos deslizamos en la incertidumbre de la comprensión y del reconocimiento. Este deslizarse en el territorio del “dar un sentido para nosotros” nos impone una lectura del objeto que no siempre se enfrenta a una mediación pacífica. A menudo, de hecho, se trata de una lucha cuyas estrategias actúan en defensa de nuestro mundo cognitivo, más que de la aceptación de lo que la obra representa y comunica. Sin embargo, el intento queda y se evidencia en todas aquellas obras que tienen la voluntad de instaurar una relación entre iguales, que intentan conocerse y no someterse.
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Para Olga, una mujer chilena, abandonar su propio país de origen ha sido un choque emocional. El trauma de la separación de su madre y el desplazamiento a España han coincidido con el sufrimiento causado por una enfermedad que casi la mata. Salvarse del cáncer, más allá de una ruptura con su vida anterior, ha significado metafóricamente una resurrección a partir de la cual volver a una nueva vida, en un ámbito cultural diferente. En el proceso de vuelta a la vida, Olga ha traído consigo algunos objetos, entre los cuales figuran muñecas y peluches que la identifican y la representan.
Khadija es una mujer marroquí que, como muchas otras, ha dejado su país y se ha trasladado a Barcelona para vivir con su marido. Desde que se ha quedado sola, Khadija ha intentado rellenar la ausencia con objetos que no sólo le recuerdan su país de origen, sino que le recuerdan también el proceso que la ha llevado a ser hoy una mujer independiente económicamente. La privación y la pérdida han sido los elementos fundamentales para que pudiera afirmarse como mujer y reclamar un estatus social.
Por otro lado, Alejandra llega a Barcelona desde Cuba. A parte del trauma causado por el abandono de su casa natal, ha tenido un segundo trauma por haber perdido su casa “de adopción” en un incendio. Ha perdido todo, ya no tiene casi nada: papeles, documentos, un piano que, sin embargo, se ha quedado en su país y una bolsa de carácter sagrado. La dependencia que la ata a este objeto de culto revela una contradicción: Alejandra piensa que puede vivir sin los objetos que no utiliza.
Olga, Khadija y Alejandra como muchas otras, nos enseñan que vivimos en el mundo a través de los objetos. Por medio de ellos experimentamos el espacio, tomamos conciencia de la distancia, salvaguardamos la memoria, reconocemos los afectos, afirmamos nuestros estatus; simplemente creamos nuestras vidas cotidianas y espirituales.
Cuando Eulàlia Valldosera entrevistó a las tres mujeres, protagonistas del vídeo Interviewing objects # 2: Objetos migrantes, se dio cuenta de que sus relaciones con el entorno y con los objetos eran muy avanzadas, elaboradas y espirituales. Los problemas que se planteaban a la cuestión de “qué valor dar a las cosas”, se resumían en una capacidad creadora y en una autonomía que convertía a Olga, Khadija y Alejandra en artistas: creadoras y autoras del valor y del poder de los objetos.
El aspecto revelador del vídeo es, por lo tanto, doble: por un lado Eulàlia Valldosera crea su obra a partir de la narración que las tres mujeres desplazadas hacen de sus vidas; por otro lado, las tres mujeres narran sus vidas por medio de objetos que carecen de cualquier valor, a no ser subjetivo o sentimental. La feliz paradoja – si de una paradoja se trata - consiste en llevar el objeto barato, el fetiche de nuestra sociedad de consumo, al plano artístico. Eulàlia narra entonces historias de artistas y de sus obras de arte.
Esta especie de autoría compartida entre la artista y las artistas protagonistas del vídeo es una característica que notamos en los últimos trabajos de Eulàlia Valldosera. Parece que salir de sí misma, de su propio centro de su subjetividad, haya conducido a nuestra artista hacia una con-división profunda con el otro, con sus espectadores/autores o simplemente con las personas que rodean su ser-artista en la sociedad.
Mientras que en las obras anteriores los objetos eran para Eulàlia una “terapia”, y a través de ellos podía reivindicar la pasividad y la inactividad de los “desechos impersonales”, más recientemente estos objetos se han convertido en el medio con el que acercarse al otro, y con el que conocer, gracias al contacto con el otro y con las cosas, la realidad que la rodea cultural y socialmente.
En general estos objetos concentran una gran carga emocional e intelectual. Nos hablan de nuestras pequeñas acciones cotidianas, de un encuentro o de un descubrimiento; así mismo, representan la materia que nos permite plasmar la memoria de lo que hemos sido y de lo que somos. Los objetos son la memoria entendida como una prolongación o una huella de nuestro presente cotidiano, eso es, un eco de la ausencia.
A partir de esta búsqueda personal, Eulàlia se dirige hacia las tramas narrativas que nos hablan de lo público. Aunque el límite entre estos dos aspectos del mostrar y del percibir las obras de arte sea extremamente fluido, Eulàlia muestra in crescendo un corpus de trabajo compuesto en principio por objetos in- materiales y residuales - las colillas, las migas de pan, las arrugas de una sábana, el polvo – que ella misma define como “los ruidos que produce el discurso de la razón”, hasta utilizar, a menudo modificándolos o manipulándolos, objetos siempre de uso cotidiano pero con un enfoque, diríamos, más antropológico.
Sin embargo, su búsqueda del sentido y del significado de las cosas empieza en el momento crucial en el que se sorprende al observar su ombligo, “aquel delicado mandala que tenemos incorporado en nuestros cuerpos”. A partir de aquel momento su análisis se ha movido desde dentro hacia fuera, donde poder explorar la autonomía de las cosas, la vida propia de los objetos, ya no sólo como prolongaciones de nuestro cuerpo o huellas que dejamos a nuestro pasaje, sino también como elementos para empezar una lectura de lo público. En este sentido, sus últimos objetos son acumulaciones residuales de la sociedad de consumo, huellas dejadas por los consumidores cuyos deseos tienen que ser satisfechos.
Entonces, la intención de Eulàlia se labra en la necesidad de “desenmascarar las estrategias del poder que manipulan los mismos medios que estamos acostumbrados a utilizar a diario”. A menudo no tenemos los elementos necesarios y los instrumentos útiles para desmontar aquella gran maquinaria que produce los discursos y que manipula nuestros deseos, como la publicidad, por ejemplo, que nos ofrece la felicidad si compramos un detergente en lugar de otro. Eulàlia se interroga acerca del medio y de su connotación emocional y social. Sea con los objetos interactivos, como por ejemplo las Botellas Interactivas (Forever Living Products #3) – capaces de hablar y de responder a nuestras exigencias -, sea con los objetos domésticos – contenedores de nuestros recuerdos y afectos, de nuestros momentos más duros o más bellos –, Eulàlia muestra una cartografía de elementos y de valores reconocibles sólo a quien los experimenta en el día a día. En este contexto entran en juego factores como la empatía o la simpatía que nos proporcionan los instrumentos para una real comprensión, no sólo de las obras de arte de Eulàlia Valldosera, sino también de todas aquellas historias que nos cuentan sobre hombres y mujeres no tan diversos de nosotros.
Eulália Valldosera nos habla de objetos pequeños, de uso cotidiano, interactivos, kitsch, demodé, reciclados, útiles, inútiles, banales, graciosos o feos. Sin embargo, todos igualmente importantes porque representan nuestras emociones y nuestros deseos más profundos. Sus historias ahondan sus raíces directamente en nosotros. La lectura/comprensión de la obra se vuelve entonces el gesto que produce círculos concéntricos en el agua: no se consigue acertar hasta qué punto estos círculos se multiplicarán y se extenderán. Pues, en esta incertidumbre termina la obra y empieza la vida.
[1] Eùlalia Valldosera, “Fotografías”, en el catálogo Eulàlia Valldosera: Obres 1990-2000, Ed. Witte de With, Rotterdam y Fundación A. Tàpies, Barcelona, 2001.