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En textos como Pequeña historia de la fotografía, de 1931, y La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica, de 1936, Walter Benjamin hace referencia al trabajo fotográfico de Eugène Atget como ejemplar de un momento en que la fotografía convencional se libera de las “grandes vistas”, de los “lugares característicos” y del culto al rostro humano, que encontraba su último refugio en los retratos, para buscar en las ciudades las “cosas perdidas y extraviadas”. Dice en su ensayo sobre la obra de arte:
“Al atrapar las calles de París en vistas que las muestran deshabilitadas, Atget supo encontrar el escenario de este proceso; en esto reside su importancia incomparable. Con toda razón se ha dicho de él que captaba esas calles como si cada una fuese un “lugar de los hechos”. El lugar de los hechos está deshabitado; si se lo fotografía es en busca de indicios. Con Atget, las tomas fotográficas comienzan a ser piezas probatorias en el proceso histórico. En ello consiste su oculta significación política”[1].
Y en Pequeña historia de la fotografía:
“ Atget casi siempre pasó de largo “ante las grandes vistas y ante los llamados “lugares turísticos”, pero no ante una larga fila de la noche a la mañana los carros de mano aparecen alineados; ni ante las mesas sin quitar después de comer, de las que hay cientos de miles a la misma hora; ni ante el burdel del 5 de la calle…, cuyo número aparece en tamaño gigante en cuatro lugares distintos de la fachada. Pero llama la atención que casi todas estas imágenes estén vacías. [...] No están solitarios sino que carecen de atmósfera; en estas imágenes la ciudad aparece desamueblada como una vivienda que aún no ha encontrado un nuevo inquilino. A partir de estos logros la fotografía surrealista prepara un saludable extrañamiento del entorno para el hombre. A la mirada políticamente educada le deja libre un campo donde todo lo íntimo desaparece a favor de la iluminación del detalle.”[2]
En las fotografías de Atget quedan los vestigios y a partir de ellos podemos ver los fantasmas que, además de invisibles, están ahí, marcados, habitando los lugares. Son los fantasmas “ criminales” que construyeran esa ciudad que fue llamada por Benjamin de “París, capital do siglo XIX”. Son los hombres que disputan las condiciones de producción – y de vida – en una sociedad de clases; los hombres creadores y transmisores de cultura; sobretodo, entre todos, los hombres “vencedores”, estos que pueden imponer una tradición – que así se desdobla en dos, por lo menos: a dos opresores y a dos oprimidos. Y no es demasiado acordarse: en 1940, en sus tesis sobre el concepto de historia (en su séptima tesis, más precisamente) es Benjamin, otra vez, quien dice: “Nunca hubo un monumento de la cultura que no fuese también un monumento de la barbarie. Y, así como la cultura no está exenta de barbarie, no lo está, tampoco, el proceso de transmisión de la cultura”[3].
De hecho, esa misma París de los pasajes de hierro, vidrio y elegantes mercancías, París de largas calles, iluminación pública, saneamiento y arquitectura proyectada, París configurada a partir, principalmente, de mediados del siglo XIX, con las reformas urbanas concretadas por el barón Haussmann en aquella que vendría a ser conocida, en tanto que modelo “universal” del Occidente, por “ciudad-luz” – esa misma París, digo, es resultado de un proceso de domesticación de la población y de racionalización y homogeneización del espacio: personas fueron obligadas a desplazarse de sus casas y vecindades, antiguas calles y construcciones fueron demolidas, de las que no restan ni ruinas. Al final, más allá del embelesamiento de la ciudad, las multitudes deberían en ella “escurrir” con facilidad, realizando entre las fantasmagorías su trayecto sin experiencia y sin revuelta – propósito que fue evidentemente favorecido, ya que las barricadas se veían dificultadas por esa nueva configuración urbana, de vías rectas y abiertas, donde el balazo de un cañón dispersaría sin esfuerzo un gran número de revoltosos.
Como Atget, Benjamin hace ver que los indicios de ese “crimen” se diseminan por todas partes, incluso sutilmente: “A mediados del siglo pasado, todavía no se sabía como se debía construir con hierro y vidrio. Por eso la luz del día que se filtra de lo alto a través de las vidrieras por entre los soportes de hierro es tan sucio y nublado”[4], escribe en su proyecto de los Pasajes. Con lo que se puede afirmar: a través de las técnicas de la modernidad el día es otro, tiene otra “naturaleza”; es toda la luz de París, su esplendor, sólo hace acentuar la sombra, la opacidad de los procesos históricos y culturales.
Rio de Janeiro es la “ciudad-luz” brasileña. Y, así como en París, en ella un plano de reformas urbanas puede ser visto por medio de la sombra que ha proyectado: como recurrencia de la conocida “haussmannización” de la ciudad promovida por Pereira Passos a principios del siglo XX (apertura de avenidas, el derrumbe de las colmenas...), favelas crecieron en las zonas centrales; a partir de 1960, esas favelas a su vez se tornaron objeto de un nuevo plano (bio)político que prevenía su desplazamiento hacia regiones distantes de las áreas “nobles”, aún bajo el mismo pretexto de mejorar la ciudad, higienizar la población y de garantizar adecuadas condiciones de vida.
Para eso fueron construidos conjuntos habitacionales, como lo que vendría a ser llamado Ciudad de Dios. Alejados, en principio esos conjuntos irradiaban por lo menos algunas características de la modernidad urbana que venía de la capital francesa: arquitectura planeada y calles en líneas rectas, sin las “quebradas”, facilitando la vigilancia – que debe llegar allá; además de una luz, que imagino era “sucia y nublada”, propia del vacío de los lugares, como la que penetraba por el vidrio de los pasajes parisienses.
Creo que esa luz ahora aún refleja sobre lo que se entiende por “centro” de la ciudad de dos maneras, inmediatamente: privándolo de toda su atmósfera aurática y revelando, en contrapartida, una serie sin fin de indicios “criminales”. Indicios que sin duda proliferan, hoy, de modo complejo: más allá de la lucha de clases y de la relación centro-periferia; y más allá, también es cierto, de “nuestro” Rio de Janeiro, e incluso bajo los brazos abiertos de cualquier Cristo Redentor.
En el sur de Brasil, 25 de junio de 2010.
[1] BENJAMIN, W. La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica. Trad. André E. Weikert. México D.F. : Ítaca, 2003, p..41
[2] BENJAMIN, W. Sobre la fotografia. Trad. José Muñoz Millanes. Valencia: Pré textos, 2007.
[3] BENJAMIN, W. Sobre o conceito da história. In Magia e Técnica, Arte e Política: ensaios sobre literatura e história da cultura (Obras escolhidas v. 1). São Paulo: Brasiliense, 1994. p. 225. (Traducción libre: Interartive.)
[4] BENJAMIN, W. Passagens. Belo Horizonte: Editora UFMG; São Paulo: Imprensa Oficial do Estado de São Paulo, 2006, p.190. (Traducción libre: Interartive.)