Hegemonías turísticas. Un proyecto concluso | RAFAEL PINILLA

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A veces en Europa no ves nada interesante durante días, pero en Disneylandia en todo momento sucede algo diferente y la gente esta contenta. Es mucho más divertido. Está bien diseñado.

Una frase de una estudiante anónima citada por David Harvey[1] puede servir para encabezar una suerte de reflexión sobre el sistema turístico y sus hipóstasis tardías; y es que en esas palabras tan aparentemente ingenuas se vendría a condensar muchas de las cuestiones que tienen que ver con el turismo y el desarrollo cultural que se avecina. Con esto no se quiere decir que se pretenda especular con teorías de tono apocalíptico, cuando decimos que se avecina, se tienen a mano los suficientes datos objetivos que evidencian lo que pronto será una realidad irreversible; datos que ponen de manifiesto una repercusión desigual en la fisonomía, el desarrollo, y los hábitos de los individuos de la mayor parte de las áreas pobladas del planeta. Pero aunque se subraye lo de repercusión desigual -es evidente que las dinámicas que intervienen en procesos de esta índole no afectan de forma homogénea al conjunto de la realidad-, no por ello se debería perder la perspectiva de lo que es hegemónico.

El turismo y su explotación tanto de lo material como de lo inmaterial es sin duda alguna un fenómeno hegemónico; un turismo que para una estudiante que se recrea en el mundo de un delirante ratón siempre será mucho más divertido y estará mejor diseñado que la aburrida, sucia, y confusa realidad cotidiana de las ciudades europeas. Aunque a día de hoy habría que preguntarse, ¿realmente existe diferencia entre esa Disneylandia bien diseñada y esta Europa tan aburrida? Seguramente alguien que se expresa en estos términos aún no haya dado un paseo por algunos enclaves turísticos de ciudades como Roma, París, Barcelona, Praga, o Venecia; ciudades en las que al margen de Mickey, ya se detectan signos de esa disneyficación en la que en todo momento sucede algo y la gente está contenta. Y quién dice Disneylandia, dice oferta de lugares de interés significativo, de ocio diurno y nocturno, y de castillos del país de Nunca Jamás: todo en aras de nuestra felicidad (nativa) y la de ellos (turistas)

Nuestra felicidad pasa por convertir la ciudad en una lugar diferenciado y excepcional; una ciudad en la que el nativo esté integrado, el turista satisfecho, y que además sea lo suficientemente atractiva para atraer a inversores que con su iniciativa puedan dinamizar una economía local más dependiente que nunca de lo global. Para ello es importante la acumulación de capital simbólico colectivo; esto es, apostar por la construcción de una especie de identidad cultural colectiva -en este caso ciudadana- que funcione tanto como marca consumible, como sistema competitivo dentro del marco de la new economy. Esta construcción es dependiente de valores asociados a la originalidad, la autenticidad, o la singularidad; valores estrechamente relacionados con lo cultural, y que tienen un peso determinante en el desarrollo y la consolidación del capitalismo tardío. El propio David Harvey se refiere a esta cuestión:

El capital simbólico colectivo unido a nombres y lugares como París, Atenas, Nueva York, Río de Janeiro, Berlín y Roma es de suma relevancia y otorga a estos lugares grandes ventajas económicas (...) Habida cuenta de la pérdida general de otros poderes monopolistas debido a la mayor facilidad de transporte y comunicaciones y a la reducción de otras barreras comerciales, la lucha por el capital simbólico colectivo adquiere una importancia todavía mayor como base de rentas monopolistas[2].

En este contexto son comprensibles fenómenos como la proliferación de la arquitectura espectáculo (véase club Pritzker), la multiplicación de espacios museísticos (que albergarán desde las prácticas artísticas más recientes, hasta lo más anodino y superficial), la organización de grandes eventos (bienales, festivales, fórums), o las innumerables variantes de la explotación de lo local (folklorismos, fiestas populares, gastronomía). Este continuum de acontecimientos singulares posibilitará, entre otras cosas[3], la consolidación de ese capital simbólico colectivo que tanta importancia tiene en las sociedades actuales, por eso mismo, cuando se habla de disneyficación habría que tener presente un matiz que a veces no se tiene en cuenta; de lo que se trata no es de la imposición de una fórmula más o menos rígida, sino de una especie de modelo cultural híbrido en el que puede converger tanto lo homogéneo (Disney), como las particularidades diferenciales que ayudan a dotar de relevancia a la ciudad en cuestión (lo auténtico de ese lugar): en París el ratón Mickey convive con la grandier francesa del Louvre.

En las últimas décadas las ciudades han empezado a considerar la explotación del paisaje cultural en su totalidad, y en esta explotación el sistema turístico juega un papel determinante; en las guías turísticas tiene cabida el arte contemporáneo, las fiestas populares, el underground local, y los monumentos de siempre; y si se prescinde de las viejas guías, Internet posibilita que cada vez más personas customicen un viaje a la carta que seguramente no dejará de lado la variopinta oferta cultural. Y es que el viaje con paquete completo convive con el itinerario alternativo, por eso la continua diversificación de la oferta turística es susceptible de satisfacer tanto al turista-estándar como al turista-marginal; dos tipologías de turistas, que abarcarían la totalidad del sujeto turístico cuya diferencia principal vendría dada por a la ubicación espacial de unos y otros. Un espacio, no lo olvidemos, saturado de acontecimientos culturales convenientemente adaptados para su consumo turístico.

Las características de este lugar que parece huir a toda costa del tedio están en permanente redefinición, se trata de un lugar esquizofrénico, que extiende su desequilibrio por todo el mundo; para ello es importante la movilidad material e inmaterial: personas, capital, información, conocimiento, todo parece celebrar un feliz nomadismo -término que progresivamente ha ido adquiriendo una significación positiva- que ha empequeñecido de manera drástica un mundo antaño inabarcable. Este empequeñecimiento ha sido posible gracias a lo que Paul Virilio ha denominado polución dromosférica[4], o lo que es lo mismo, el aumento exponencial de la velocidad hasta alcanzar el tiempo real de las retransmisiones televisivas o la inmediatez absoluta del hic et nuc de la red. Nuestra contemporaneidad, -y sobretodo el fenómeno del turismo- es totalmente indisociable de esta polución, por eso es comprensible la búsqueda elitista de espacios descongestionados o vírgenes: la NASA, ante una carrera espacial en decadencia ya ha empezado a ofertar hace tiempo unas vacaciones lejos de un planeta que para algunos ha perdido sus encantos[5].

Los menos afortunados tenemos que vivir y desplazarnos por un espacio limitado cuya morfología está cambiando a través de parámetros determinados por esa frenética movilidad; que la exclusividad de la arquitectura de Norman Foster, Tadao Ando, o Santiago Calatrava esté presente en puntos tan distantes de la geografía terrestre es significativo de ello, y lo mismo se puede decir de toda esa inmensa red de filamentos urbanos o de no lugares -la red como imagen recurrente de un presente que ha abandonado la vectorialidad estable- que se extiende por la superficie de la tierra como si fueran los nervios de un organismo. El turismo se relaciona de forma directa con estos espacios, espacios a veces monótonos, y otras -cada vez más- abiertos a la pirotecnia de lo espectacular; en esta continua bipolaridad oscilan los que aún se desplazan por una geografía planetaria convertida, gracias al sistema turístico, en el lugar de ocio más grande del mundo. Y es que la supuesta estandarización del mundo que algunos lamentan sería sólo una de las caras de la moneda, la otra nos ofrece un sinfín de acontecimientos que estarían ahí esperándonos.

Esta especie de melting pot donde converge lo homogéneo y lo singular, la modernidad y la tradición, lo multitudinario y lo minoritario, la opulencia y la miseria, es el que parece generar la materia prima de un fast food cultural que hoy día es indisociable de nuestra contemporaneidad. Lo de fast food suele ser sinónimo de comida basura para gourmets exigentes, sin embargo, una mirada sin complejos puede encontrar sus signos en cualquier lugar; por eso Reem Koolhas considera que la realidad actual es inseparable del junkspace, de un espacio basura que se extiende continuamente -o se coagula- por la totalidad de la superficie terrestre:

El "espacio basura" está demasiado maduro y desnutrido al mismo tiempo; es un colosal manto de seguridad que cubre la tierra con un monopolio de seducción (...) La iconografía del espacio basura es 13% Roma, 8% Bauhaus, y 7% Disney (casi empatados), 3% art nouveau, seguido de cerca por el estilo maya... "El espacio basura" es un ámbito de orden fingido y simulado, un reino de transformación morfológica[6].

No sabemos si la arquitectura de Rem Koolhas forma parte de ese mismo junkspace o si se mantiene milagrosamente al margen; lo que está claro es que el turismo crea espacio basura; tanto en su exclusividad minoritaria, como en su previsibilidad masificada; y al final todo lo que puede ofrecer no pasa del festejo superficial de un proyecto moderno en estado crítico (sea por defecto, sea por exceso). El turismo vendría a ser la demostración de que la modernidad, en algunos de sus aspectos no es algo incompleto[7]: las democracias serán débiles, los Estados estarán en crisis, las ideologías -algunas- no movilizarán; sin embargo el ideal moderno de un mundo abarcable se actualiza a diario gracias al fenómeno global del turismo.

Precisamente esto puede tener unas consecuencias en los individuos que habría que abordar sin reparos; y no nos vamos a referir al sempiterno asunto de los encuentros-desencuentros entre el turista y el nativo; es evidente que la naturaleza de estas relaciones puede ser múltiple y ahí están los antropólogos para recordárnoslo en todo momento. Sin embargo, la conciencia generalizada de accesibilidad del mundo está produciendo sujetos unificados que se creen capaces de controlar la universalidad, sujetos supuestamente conocedores de una realidad diversa y compleja cuya deriva parece rehabilitar aquella rebelión de las masas de Ortega. Dean MacCanell va más allá de esa vieja rebelión y nos advierte que si el turista empieza a coleccionar -o a consumir- experiencias de diferencia, de alteridad, o de singularidad, acabará convirtiéndose en una especie de clon en miniatura del viejo filósofo occidental[8]; el mundo -y lo que hay más allá de éste- al alcance de una parafilosofía turística: de nuevo otro ideal moderno (el Bildung ilustrado) reaparece en su dimensión más democrática.

Y en esas estamos, ante un mundo que parece querer capitular en cuanto a su heterogénea multidimensionalidad; ya no es aquel fin de la historia de Francis Fukuyama, en todo caso es el inicio de un nueva concepción de ésta; una nueva concepción del tiempo -pasado, presente y futuro-, y una nueva concepción de la existencia -tanto individual como colectiva-. Se podría decir que se ha llegado a un punto de no retorno en el que la globalización iniciada -o pensada- en los albores de la historia es un hecho totalmente consumado; sus signos materiales e inmateriales son visibles por doquier, y precisamente un sismógrafo explícito de todo ello son las formas culturales de esta globalización. Porque al igual que el capitalismo tardío sigue unas pautas muy concretas (p.e deslocalización, explotación de lo singular, diversificación- especialización productiva), la cultura en general resulta totalmente indisociable de estas mismas lógicas (e incluso de su mismo lenguaje)[9].

Por eso, de una manera u otra, cualquier análisis de nuestra contemporaneidad ha de vérselas con el turismo; el viejo humanista que antaño deambulaba por polvorientas bibliotecas si hoy tuviera que enfrentarse con la cultura de su tiempo tendría que asumir sin complejos esta realidad. El panorama seguramente resulta desolador y por ello se mira en otra dirección; quizás esta suerte de evasión pueda valorarse como un acto de resistencia, como un último intento de preservar un mundo que ya no parece tener cabida en las sociedades actuales como no sea a través de su transformación en producto apto para el espectáculo o para su consumo masivo. El problema es que este humanismo también parece haber ha perdido la fe en su mirada incisiva; es como si el inquietante ángel de la historia de Walter Benjamin ya no dirigiera sus desorbitados ojos hacia esa inmensa montaña de escombros porque sus ojos no reflejan ninguna luz. Y si en esa dirección no se ve nada, quizás la otro no merezca la pena ser visto; solo así se entiende la capitulación de unos y de otros.

[1]Harvey, D. y Smith, N., Capital financiero, propiedad inmobiliaria y cultura, p. 33, Barcelona, Servei de Publicacions de la Universitat Autónoma de Bellaterra, 2005.

[2]Op. cit., p.48.

[3]No hay que perder de vista otros usos de la cultura, para ello véase el estudio de Yúdice, G. El recurso de la cultura. Usos de la cultura en la era global, Barcelona, Gedisa, 2003.

[4]Virilio, P., La bomba informática, p.85, Madrid, Ediciones Cátedra, 1999.

[5]Ante la reducción de ayudas estatales de la administración norteamericana, la NASA ha resuelto su financiación ofertando costosísimos viajes espaciales que por ahora sólo se lo han podido permitir magnates y ricos de hábitos excéntricos. La vieja vuelta al mundo ya está al alcance de demasiadas personas; por eso seguramente Jules Verne se replantearía a día de hoy algunas situaciones de sus novelas.

[6]Koolhaas, R., Espacio basura, p.12, Barcelona, Editorial Gustavo Gili, 2007.

[7]Habermas, J., Ensayos políticos, Barcelona, Ediciones Península, 2002.

[8]Cit. por Moxey, K., en Aprendiendo del Guggenheim Bilbao, Guasch, A. Mª y Zulaika, J. (eds.), Madrid, Akal, 2007.

[9]No sólo nos referimos a las prácticas artísticas, también el mismo sistema -o campo, como diría Bourdieu- está cada vez más al margen de la autonomía que se suele relacionar con éste. El propio Bourdieu ya nos avisaba de los peligros de esta disolución; ¿ha llegado el momento de asumirlo sin complejos?