El Centauro y el animal: el desnudo de Bartabas y Ko Murobushi | LUCILA VILELA

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En el lado izquierdo del escenario, un piano. Y encima de él, la figura plateada que estuvo sentada hasta ahora, empieza a moverse lentamente dejando que el peso de su cuerpo caiga sobre las teclas, produciendo sonidos, notas que resuenan en el ambiente anunciando una presencia. Ko Murobushi inicia sus movimientos ocupando la franja blanca que, en el proscenio, delimita su espacio. Cuando se abren las cortinas, el escenario está cubierto con tierra negra. En contraste: chiaroscuro. Una línea limita la división entre territorios: blanco y negro. En la parte oscura surge un caballo negro conducido por alas de Loïe Fuller. Es aquí donde empieza el diálogo entre la dança butoh de Ko Murobushi y el teatro ecuestre de Bartabas en el espectáculo “El Centauro y el animal”[1].

El desnudo de Ko Murobushi contrasta con el cuerpo cubierto de Bartabas, que conduce el caballo con maestría. Como si surgiese de otro tiempo, el figurín de Bartabas en algunos momentos sugiere personajes ficticios como si fuesen jinetes del Apocalipsis; algo que, me parece, sobra en el espectáculo, cuya fuerza justamente se sitúa en el desnudo, donde se aproximan hombre y animal. En el butoh, danza que surgió en el Japón de pos-guerra, en la década de los 50, se expresa la desnudez del alma. Libre de convenciones y máscaras sociales, el butoh ejerce una búsqueda interior para alcanzar el espíritu tocando en la más profunda individualidad. Liberándose de las formas del cuerpo, traza un camino solitario. Camino ese que en “El Centauro y el animal” atribuye al blanco un recorte en el recorrido solitario de Ko Murobushi.

El predominio de colores neutros afirma el desnudo en la composición visual del espectáculo. El blanco es la luz, suma de todos los colores y el negro es la ausencia de luz, color que absorbe todos los rayos luminosos sin reflejarlos. Bajo un aspecto simbólico, aún se puede pensar en el hecho de que el blanco es el color de luto en la cultura oriental y el negro, a la vez, representa el luto en la cultura occidental. Sea intencional o no, la idea de muerte está próxima. Y, según Georges Bataille, es la conciencia de la muerte lo que nos diferencia de los animales.

Bartabas, cuando se coloca en el mismo plano que el caballo, con el torso desnudo, crea una de las escenas más potentes del espectáculo, donde la proximidad entre humano y animal evoca la figura de un centauro a la inversa. El centauro, en la mitología griega - Κένταυρος – es un ser híbrido, mitad hombre, mitad caballo, en general asociado a episodios de barbarie. En la época Helenística se relacionaban también con Eros y Dionisio impulsados por las pasiones animales. Estos seres salvajes, sin leyes, que componen el imaginario mitológico se expresan en la fusión entre hombre y animal, donde el aspecto bestial humano se compone de fuerza e instinto. “Somos de todas maneras animales”, nos dice Bataille, “ciertamente somos hombres y espíritus, mas no podemos hacer con que la animalidad no sobreviva en nosotros y nos traspase muchas veces.”[2]

 

“El Centauro y el animal” se compone de fragmentos del libro “Los Cantos de Maldoror”[3], del Conde de Lautréaumont, pseudónimo de Isidore Ducasse. Con una narración en off que pronuncia fragmentos del texto, Ko Murobushi hace movimientos que presentan un notable dominio del cuerpo. El texto, dividido en seis cantos, fue publicado en 1869 y aclamado por los surrealistas por su aspecto cruel y bestial. En “Los Cantos de Maldoror”, los instintos de perversión se alían  con referencias al mundo animal y la fusión en metamorfosis. Frecuentemente estudiado junto a Sade, Lautréaumont describe el héroe negativo y satánico, volviéndose una de las principales referencias de la literatura maldita del siglo XIX. La confrontación con Dios y la exaltación del aspecto bestial se abordan, en el libro, en episodios en los que aparecen la brutalidad, cobardía y estupidez humana. Bartabas utiliza el texto para expresar la animalidad presente en su espectáculo. “Los Cantos de Maldoror” era también una de las referencias de Tatsumi Hijikata. fundador del butoh y maestro de Ko Murobushi.

En otro momento, al lado derecho del escenario, el bailarín de butoh choca con una placa de acero que produce sonidos a partir del contacto. La marca blanca sobre la placa negra revela los golpes provocados con su cabeza. La tensión creada por la escena evoca la presencia del cuerpo: ruidos de dolor y peso. Jacques Derrida nos habla de la imposibilidad del animal de apagar su huella. Según el autor, “desde Descartes hasta Lacan, han concedido al susodicho animal cierta aptitud para el signo o la comunicación, siempre le han negado el poder de responder, de fingir, de mentir y de borrar sus huellas”[4]. En este caso, Ko Burobushi, deja visible  su marca, evidenciando un pasaje, una acción que ya pasó. El contacto de la tinta de su cuerpo con la placa negra forma dibujos que confieren plasticidad al espectáculo. Así, podemos recordar de los dibujos de Trisha Brown creados a partir de sus movimientos. La coreógrafa y bailarina, en It’s a Draw, trazaba líneas de carboncillo negro y pastel azul en diversos puntos de su cuerpo para trazar líneas en grandes papeles puestos en el suelo. Los dibujos son huellas de sus movimientos improvisados.

Cuando un haz de arena cae de lo alto del escenario cubriendo el cuerpo de Ko Burobushi, como una cascada, Bartabas montado en un caballo blanco provoca su caída precisa junto con el animal. Caen y se levantan repetidas veces, en sutil simbiosis. Los caballos Horizonte, Soutine, Pollock y Le Tintoret actúan en el espectáculo con serenidad y nobleza, lo que confiere una conexión posible entre las dos especies: humana y animal. La evidencia de la doma sobre el animal no excluye la proximidad. Si al mismo tiempo es perceptible la superioridad humana sobre el caballo -que es manejado y conducido por el coreógrafo-, el hecho de poner animales en el escenario provoca una tensión proveniente del imprevisible comportamiento animal. “El caballo es una carga de energía peligrosa de manejar, caprichosa, a cada instante lista para explosión fulgurante”, escribe Bataille. En este caso, cuándo se consigue un vínculo entre las especies en escena, se hace patente una comunicación.

La fuerza del espectáculo “El Centauro y el animal” está, creo, en su aspecto crudo, desnudo. Derrida llamó “propios” del hombre a todo aquello que es impedimento para su desnudez, o sea, su vida desnuda, su condición animal. El hombre está desnudo, mientras que le animal es desnudo. Cuando es visible en escena esta desnudez, no solamente de los cuerpos, sino en un sentido amplio de gestos, la afinidad se hace presente. En el escenario no hay fusión, pero sí diálogo y aproximación. El cuero brillante de los caballos, la piel plateada de Ko Murobushi y el torso desnudo de Bartabas encuentran en la intersección de sus cuerpos un aspecto inmanente y animal en la poesía.

 


[1] BARTABAS e KO BUROBUSHI. Le Centauro et l’animal. Teatre Grec, Barcelona: 2001.
[2] BATAILLE, Georges. El Erotismo. Tusquets Editores, Barcelona: 2002, p. 122
[3] LAUTREAUMONT, Conde de. Los Cantos de Maldoror. Ed. Labor, Barcelona: 1974.
[4] DERRIDA, Jacques. El animal que luego estoy si(gui)endo. Ed. Trotta, Madrid: 2008, p. 48 links: http://www.bartabas.fr/en/Bartabas/spectacles http://komurobushi.com/