Fútbol, arte y la devoción de la fama | PEDRO DONOSO

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La vida tiene tan poco significado que deberíamos

intentar ser extraordinarios.

Francis Bacon [1]

 

 

 

Lo filmaron en 2005 corriendo como un antílope, aunque tenía más bien la expresión de un ave rapaz, de un halcón en pleno vuelo hacia su presa, sin parpadear, entregado a la velocidad del viento, un animal preciso. Sin duda era un jugador exacto, un deportista de pocas palabras a las que las cámaras retrataron como a un bailarín de expresión reconcentrada. Perteneciente a una generación que acaba de pasar, Zinedine Zidane, también conocido como Zizou, el Mago o Harry Potter, fue un coreógrafo sobre el césped cuyo arte llamó la atención de los artistas Philippe Parreno y Douglas Gordon que consiguieron montar un dispositivo con diecisiete cámaras Super 35 mm para filmar al entonces jugador del Real Madrid durante un encuentro oficial de la liga profesional española. Esa tarde, el Madrid perdió.

O ganó. Alguien aún lo recuerda.

Lo que queda son sólo imágenes en primer plano del jugador corriendo sudoroso, gritando, levantando la mano, pidiendo el pase, reclamando. Finalmente, sería expulsado.

 

 

Zidane, a 21st Century Portrait

 

El fútbol, la consagración de la guerra por medios deportivos, se ha convertido en la aspiración máxima del espectáculo contemporáneo. A ratos se podría pensar que todo lo que desea el arte lo tiene el fútbol: público, pasión, devoción, entrega, entretención y, para muchos, momentos sublimes. Desde luego, basta ver el fervor religioso que despierta en algunos para saber que, en realidad, correr detrás de un pelota en un escenario profesional se ha convertido en la única verdad y en una forma de alienación gozosa a la que se entregan sociedades enteras. Si el arte buscó en siglos pasados retratar a santos y vírgenes, con Zidane, un retrato del siglo XXI vuelve a buscar héroes religiosos.

En forma inevitable, la forma de difusión del fútbol se parece cada vez más a la misa dominical o al baño nacionalista: gracias al partido nuestro de cada fin de semana el ferviente seguidor renueva sus votos, su fe en las maniobras a balón parado, en la posibilidad de recuperar un ritual en el mediocampo que vuelva a darle fuerza y entusiasmo para el resto de la semana: la existencia diaria, que nunca ha sido particularmente emocionante en el mecanizado sistema laboral tardocapitalista, de pronto resplandece con noventa minutos de épica contenida. Buscar, por lo tanto, al deportista con las cámaras como si fuese un ángel iluminado, es más bien aprovechar el brillo de un espectáculo religioso para destilar los ángulos gloriosos que fomentan nuestra devoción: sacar partido de un partido.

Pero a diferencia de las virtudes bienintencionadas típicas del ideal religioso-circense, el espectáculo futbolístico pone en marcha la promoción de un sistema orientado hacia el estrellato en el que los artistas mejor remunerados son grandes goleadores y viceversa, los goleadores grandes artistas. Seguramente, Damien Hirst y Cristiano Ronaldo deberían compartir la eternidad encerrados juntos en el mismo bar de diseño, repleto de escotes y uñas pintadas, sepultados por sus millones. En cualquier caso, sería una jugada para recuperar la magia de los partidos de barrio, sería un pelotazo a la adulación publicitaria del héroe deportivo, del artista bursátil. Del mismo modo, habría que volver a despeinar a los encopetados feligreses de tanto vernissage cuya principal apuesta se relaciona con la vanidad, con la admiración cerril, con un trasnochado juego de apariencias. El único imperativo sigue siendo escapar al inmovilismo y a la supresión crítica causados por el cegador brillo de la fama, el opio del que hablaba aquel entrenador de tanta barba. Porque ya lo podemos decir: el arte y el fútbol sólo se parecen en una cosa y es que ambos son un juego. El resto no es más que ruido y más ruido.

 

 

 

 

 


[1] Francis Bacon: Anatomía de un enigma de Michael Peppiatt. Gedisa editorial, 1999. pág. 241