El siguiente escrito esboza la relación entre los paisajes apocalípticos descritos en el trabajo del escritor J.G. Ballard y su adaptación actual en el concepto de “edgeland”, acuñado por la escritora Marion Shoard: aquella franja de desorden y dispersión que se extiende en la transición entre la ciudad y el campo.
Creo en mis propias obsesiones, en la belleza de un coche en colisión, en la paz de un bosque sumergido, en el alboroto de una playa de vacaciones vacía, en la elegancia de un cementerio de automóviles, en el misterio de los aparcamientos de varias plantas, en la poesía de los hoteles abandonados.[1]
Recordar hoy el credo de J.G. Ballard (1930-2009) nos obliga a pensar en automóviles abandonados, en sueños pérfidos con máquinas sexualizadas, en una pantalla de televisión que retransmite un concurso de belleza en un bar en medio del desierto. Ballard era el profeta de la distopía, una voz que anunciaba el futuro próximo con la dulzura de las calamidades que nosotros mismos hemos cocinado, con nuestras más lúbricas obsesiones tecnológicas, seducidos por el canto de las sirenas petroleras. Las carreteras, las arterias de nuestra civilización, le ofrecían un escenario tan real como desquiciado. Sus sueños con automóviles en plena colisión, le trajeron más de un problema. La censura no quiso ver la belleza sexual sangrando sobre el asfalto y su novela Crash, al ser adaptada al cine por David Cronenberg en 1996, provocó una agria polémica en el Reino Unido: en Londres sólo se pudo ver tras meses de prohibición.
Esta relación con las máquinas y con todas las formas de alteración de nuestras relaciones con el entorno son el signo de los tiempos. Para Ballard el mundo es un manicomio edulcorado por la posibilidad de consumir, de drogarnos, de dejarnos llevar con la mirada perdida hacia un futuro cada vez más veloz e irrealizable. “El único planeta realmente extraño es la Tierra” citaba el cartel de la exposición organizada por el CCCB en 2008.
En rigor, Ballard era más bien sobrio como escritor de ciencia ficción: jamás escapaba hacia otros mundos habitados por especies desconocidas, no escribía sobre naves interplanetarias, ni concebía mundos con numerosas lunas y satélites en órbita. Incapaz de dar grandes saltos en el tiempo hacia una sociedad completamente distinta –como sí lo hicieron otros clásicos del género, como Arthur C. Clarke, Isaac Asimov, etc.–, Ballard se concentraba en lo que ya está aquí, en lo que puede suceder la próxima semana si todo sigue su curso frenético. Su fantasía era, más bien, la obsesión del presente atacada por una imaginación compulsiva que no logra escapar del mundo construido por la televisión, por el delirio informativo, por la velocidad de la vida diaria cada vez más urbana, vertiginosa, despersonalizada. Por lo tanto, Ballard es un realista, un hiperrealista, si acaso, que habla de las posibilidades hiperbólicas que encierran el hic et nunc.
Edgelands
Resulta sugerente pensar dónde se encuentran hoy los paisajes arrasados que Ballard saca a relucir en su trabajo. Porque su descripción del espacio donde la sociedad encuentra su límite no es, ni mucho menos, un lugar extremo o alejado. La violencia está por todas partes. Tal vez si viajamos hoy a alguna ciudad de Libia destruida por la guerra, podemos encontrar los restos del naufragio, aunque eso es material para un cronista de guerra y no para Ballard. En realidad, a la hora de pensar en el paisaje sugerido por el universo ballardiano tenemos que situarnos en una sociedad postindustrial, en un lugar sometido a la presión del tiempo que dictan las máquinas. La desolación a la que apela Ballard no es lejana ni exótica, sino un reflejo inmediato de nuestra forma de vida. Es tal vez la melancolía rabiosa de un paisaje condenado a desaparecer sepultado por nuestras belicosas ansias de consumo y satisfacción imposible. Y no es necesario ir tan lejos para dar con esos parajes dominados por la extenuación de los modos de vida contemporánea.
Precisamente, Marion Shoard ha descrito un paisaje fronterizo donde es perfectamente reconocible la visión presentada por Ballard. Esta profesora y activista inglesa que desde la década de 1980 lleva adelante una serie de campañas para recuperar la libre circulación por territorio británico, ha puesto la vista en un intersticio, el espacio de interface donde se hace manifiesto el amor por el automóvil, la insistencia por consumir(nos) entre desechos, bares de gasolineras y grandes salas de cine preparadas para exhibir las fantasías del desastre en alta definición. El término específico acuñado por Shoard es edgeland. Este territorio marginal designa el borde donde la ciudad y el campo se (des)encuentran. Allí Shoard ha sabido observar con lucidez esa tierra de nadie en la que se acumulan los desechos y las grandes superficies. Se trata, literalmente, del espacio que marca los límites de la civilización.
Entre la urbe y el campo se extiende un tipo de paisaje que no es ni urbano ni rural. Pese a formar un área bastante extensa, suele pasar desapercibido y se caracteriza por reunir vertederos de escombros y grandes depósitos de almacenaje, grandes superficies y antiguos edificios industriales en descomposición, complejos de oficinas y asentamientos de gitanos, campos de golf, pequeños huertos y descuidada tierra de cultivo repartida en fragmentos.... Este peculiar paisaje no es más que la última versión de un borde que siempre ha separado cualquier asentamiento del campo en mayor o menor grado. En nuestra era, sin embargo, esta zona ha incrementado ampliamente su superficie, complejidad y singularidad. Ahora son numerosas las personas que pasan el tiempo allí, viviendo, trabajando o desplazándose a través de él.[2]
En esa zona entre la vida y la muerte, entre lo artificial y lo natural, coexisten la acumulación de materiales de desecho y de reconstrucción; los supermercados, como grandes hospitales, esperan la llegada de consumidores incurables; los aparcamientos, enormes lagunas de asfalto se despliegan en silencio. Las carreteras pasan por algún lugar cercano. El tiempo allí no deja huellas: sólo la presencia de algún terreno baldío le recuerda al visitante que allí antes no había nada. Y ahora todo es posible.
No se trata de un barrio propiamente tal, sino de una zona surgida de la especulación y del expansionismo. En las inmediaciones, hoteles y aeropuertos ofrecen su condición de no-lugares, como bien señala Marc Augé. De hecho, la caracterización realizada por el etnólogo francés está emparentada con la idea del edgeland. Recordemos que para Augé el no-lugar está marcado por su transitoriedad, por la falta de importancia del espacio: un no-lugar es intercambiable, como cualquier centro comercial moderno, como cualquier hotel o aeropuerto.[3] Pero allí donde Augé ve un síntoma de indefinición propio de la “sobremodernidad”, Shoard reconoce con cierta perplejidad la presencia de estas franjas territoriales fantasmales: “Pese a todo, la mayor parte del tiempo ese misterioso territorio sin dueño nos pasa desapercibido: en nuestra imaginación, al ser lo contrario a nuestra vida real, es un espacio que apenas existe.”[4]
Shoard ocupa la palabra 'misterioso'. Como todas las fronteras, el edgeland o territorio marginal, incluye códigos contradictorios, espacios sin definir que, al carecer de una raíz autóctona, impiden acudir a referencias concretas. En efecto, se trata de lugares sin nombres, espacios no reconocidos a los que necesariamente se les atribuye una precariedad consustancial. Sin embargo, cada vez que salimos de la ciudad nos encontramos esas extensiones fronterizas donde el campo aún no comienza y la ciudad no ha acabado. Ni urbano ni rural, el edgeland o territorio marginal, es la mejor expresión de nuestros más aterradores deseos como sociedad. Y es allí, precisamente, donde encontramos los rasgos que definen la saturación espacial que Ballard ficcionalizó obsesivamente; esos lugares vacíos, esos grandes aparcamientos donde la escenificación de un asesinato y la llegada de una familia feliz que se dirige a comprar, son igualmente posibles y aceptables.
Sitios de interés:
http://www.cccb.org/blogballard/
http://www.marionshoard.co.uk/
http://www.guardian.co.uk/books/2011/mar/06/edgelands-england-farley-roberts-review
[1] “I believe in my own obsessions, in the beauty of the car crash, in the peace of the submerged forest, in the excitements of the deserted holiday beach, in the elegance of automobile graveyards, in the mystery of multi-storey car parks, in the poetry of abandoned hotels.”
“What I believe” J.G. Ballard: Interzone No 8, verano 1984. Poema en prosa publicado originalmente en francés en Science Fiction No1, enero 1984. Mi traducción.
[2] Edgelands de Marion Shoard. Publicado en Remaking the Landscape. Editado por Jennifer Jenkins: Profile Books, 2002. Disponible en http://www.marionshoard.co.uk/ Mi traducción.
[3] “Por “no lugar” designamos dos realidades complementarias pero distintas: los espacios constituidos con relación a ciertos fines (transporte, comercio, ocio), y la relación que los individuos mantienen con esos espacios” en Marc Augé: Los no lugares: Espacio del anonimato. Ed. Gedisa.
[4] Edgelands. Ibid.