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Casa, 2010, Lucila Vilela. Foto: Cristiano Prim
La primera pregunta que la exposición Casa, de Lucila Vilela, nos hace tiene relación con su naturaleza indistinta: no todo lo que está allí, en rigor, es arte. En este punto, seamos claros: la Casa no es un Museo; o podríamos imaginar que se trata, ante todo, de un Muzeo, escrito con la grafía errada, a la vista, pero con el mismo sonido, si leído, para acordar el ensayo de Roland Barthes sobre Sarrasine, de Balzac, titulado justamente S/Z. La Casa debe provocar una experiencia –y provoca con cierta radicalidad, pero también con cuidado– que hace al público, justamente, oscilar entre la posición más contemplativa, de testigo; y otra, más participativa, digamos, de cómplice. Y es esta experiencia –que solo puede ser medida y vivida por el propio visitante– que hace de la Casa, al final, una casa.
Eso puede ser dicho, como tentativa de representar una experiencia, de modo aún más simple: todos los muebles, por ejemplo, siguen cumpliendo sus funciones reales (o por lo menos gran parte de ellos) incluso después de haber sufrido intervenciones con los vídeos –los vídeos, además, casi siempre, abordan los propios muebles dentro de lo que están insertos, en un juego de presencia y virtualidad, dando una vuelta más al tornillo que aproxima arte y vida. En otras palabras, el mismo horno que contiene un vídeo en su interior -vídeo que permanece en loop, funcionando durante las cuatro horas de exposición– sirve también para la preparación de una cena, hecho por una de las bailarinas, que en general se sirve en el fin de la noche. En el día de la apertura, fue preparada una sopa, además de palomitas y zumo de naranja en los intervalos; al día siguiente, croquetas de arroz.
Todo en la Casa es circular. La licuadora, por un lado, o cualquier otro utensilio más ruidoso, en la medida en que es encendido para desempeñar su función, en la cocina –y en la medida en que provoca los ruidos que todos conocen– también interactúa de manera aleatoria con un músico que, en otra cómoda, realiza algunas experiencias musicales con vajillas y otros utensilios. El DJ, por su parte, usa el toca-discos y los discos originales de la casa, alquilada especialmente para el proyecto, además de su aparato tradicional, o sea: se apropia de muebles y objetos que no han pasado por ningún cambio simbólico de la artista –eso también pasa con muchos otros muebles (armarios, mesas) y, en el límite, con toda la memoria material o inmaterial de la casa– para traerlos hasta el contexto de la exposición. La propia casa contribuye con su historia: tapiz, suciedades, jardín.
Es decir, las acciones no están al servicio de una mímesis, que representaría el ambiente doméstico a través de una simulación; las acciones, sobretodo, quieren cumplir funciones útiles –o inútiles, puede ser, como la actriz que plancha papel– y específicas de un ambiente doméstico. En este sentido, si hay algo de teatral en la exposición, se trata de un teatro próximo a la instalación, pues no se puede decir que existan personajes. Antes que eso, sin embargo, la exposición se vuelve un espacio de convivencia, donde nadie ocupa posiciones muy estables. En la Casa, por usar una metáfora suya, no existe la cuarta pared; y es como si no hubiese ninguna. Incluso la parte del público que opta por entrar, mirar y salir, tratando la casa como si fuera un Museo, acaba incluida, de un modo u otro, en una especie de actuación colectiva. En pocas palabras, para repetir un enunciado de vanguardia, arte no es representación, sino proceso.
De hecho, por la característica colectiva del proyecto –tanto los performers, con gran libertad de creación, como también el público, co-creador, e incluso otros artistas invitados, todos tienen una participación fundamental en el proceso de construcción de sentido– por estas características también las firmas de autor aparecen diluidas. Las etiquetas convencionales de catalogación, y no podría ser distinto, son ignoradas. No hay ningún texto que indique u oriente con seguridad acerca de la participación del público en la casa. No hay carteles que indiquen el evento. Los performers, así, en la medida en que comparten algunas funciones con las visitas –el día de la apertura, por ejemplo, muchos han decidido ayudar en la limpieza de la cocina– deben abrir la mano a su posición de protagonista. La exposición Casa tal vez sea, en este sentido, un testigo más de que el arte de autor se ha vuelto autoridad.
El pensamiento de Lucila Vilela sobre arte, sea como fuera, desde el periodo en que la artista hacía la licenciatura en artes plásticas, siempre fue tomado por un deseo de discreción e incluso de desaparición. El procedimiento inaugural de la Casa, sin duda, es la copia. Si la artista empezó su trayectoria copiando pinturas de la historia del arte –algunas huellas de eso están aún presentes en esta exposición, como la pintura de Gauguin en la nevera o el tapiz de Kandinsky en el salón, en la entrada, hecho por la madre de la artista y colgado en la pared como si fuese una pintura– ahora la casa puede ser leída como una gran copia, un ready-made arquitectónico, alterado. La crítica Rosalind Krauss nos recuerda que la apropiación nos coloca al final una pregunta sin respuesta: ¿quien ha dicho? – ¿de quién es la voz?
Quien percibe el juego que la exposición propone y en lo cual está inserto -juego siempre provisional, que se rehace en todo momento, pero continuo- pasa a mirar la Casa con alguna desconfianza; digamos, sabiendo que la Casa también lo mira. Hay alteraciones discretas, secretos mínimos, puertas cerradas, textos escondidos, situaciones de riesgo, límites, en fin, cosas que apenas son percibidas si no se buscan -como una escena que solo puede ser vista, con la puerta de la habitación cerrada, a través del agujero de la cerradura. Descubrir las reglas y los secretos de la Casa, lo que se vuelve posible en aquel contexto, también forma parte del proceso de visita a la exposición. La metáfora de una llave sin secreto debe ser esta: la certeza de que, dentro de Casa, las reglas no son las mismas.