El desterramiento deviene un destino universal…
Martin Heidegger
La sombría sentencia heideggeriana adquiere en temporada estival renovada actualidad, debido sobretodo, al contagioso optimismo de la movilidad turística. Y es que a pesar de los estragos de la crisis, con la llegada del verano vuelve a ser tiempo de planificar esos rutinarios desplazamientos para poder huir de la rutina diaria -la rutina para paliar la rutina: una de tantas tautologías institucionalizadas. Pero además del cosmopolitismo a la carta que toda persona sensata debe practicar (a no ser que se trate de un indocumentado o de un paria), innumerables medios literarios y extraliterarios también se dedican durante estos días al turismo pasando revista a esa “literatura viajera” susceptible de acompañar las aventuras que luego contaremos a nuestros sufridos amigos. Y como el que escribe esto seguramente acabe reconciliado con rutinas estivales, quizás por eso mismo no ha podido escapar a la tentación de elaborar una de esas listas, que de una manera u otra, tratan el tema del difunto viaje. En cualquier caso, lo que aquí se propone es una especie de canon apócrifo que debería complementarse con el canon que cada uno considere oportuno. Feliz desterramiento.
Denis Diderot, Jacques el fatalista
Diderot construye en esta delirante obra -y como suele decirse tan contemporánea formalmente hablando- uno de los contrapuntos literarios más sorprendentes de la Ilustración francesa. Jaques acompaña a su amo en un errático viaje a caballo en el que se van sucediendo un entramado de historias y diálogos que se interrumpen y se vuelven a retomar -sobretodo los amoríos del inolvidable Jacques- en un juego narrativo magistral que subvierte, con una antelación profética a la experimentación vanguardista, el propio género novelístico. El viaje como excusa para ir más allá de los límites de la narración.
Italo Calvino, Las ciudades invisibles
Quizás una de las obras más citadas de Calvino -sobretodo en el contexto de la reflexión filosófico-espacial. Los relatos que Marco Polo narra al “emperador melancólico” Kublai Kan llevan de viaje al lector por ciudades fantásticas de nombres tan sugerentes como Moriana (la ciudad bidimensional), Argia (la ciudad que en vez de aire tiene tierra) o Zemrude (que adquiere su forma según el humor del visitante que por ahí pasa). Ni que decir tiene que la obra de Calvino es un poema a un mundo que ya no existe en el que el viajero aún podía descubrir lugares de belleza nunca vista.
William Faulkner, Mientras agonizo
Al igual que Joyce, Faulkner parece querer readaptar la tradición homérica en esta especie de anti-Odisea que presenta el accidentado periplo de una miserable familia para enterrar a Addie Bundren en el lugar que dejó prescrito (“toda la vida preparándose para estar mucho tiempo muerta”). Dos partes diferenciadas articulan un brutal relato de sordidez humana y de terquedad casi animal: la agonía de Addie y su muerte, y el trayecto de los Bundren al lugar del entierro. Un viaje que también es al interior de los que no tienen voz, y en el que el cruce de monólogos nos desvela -a veces con el balbuceo de los idiotas- la condición humana y su pobreza.
Robert Walser, Vida de un poeta
Si Kafka, Benjamin o Canetti admiraron la inclasificable literatura de Walser fue por algo. Antes de que se especulara con el caminar como supuesta práctica político-estética Walser hizo de ello su modus vivendi; el final de su vida no pudo ser otro que el que fue y un ejemplo de la originalidad literaria de este outsider insobornable es Vida de un poeta, donde se encuentran algunos de sus mejores relatos. En estos pequeños cuentos las felices caminatas del protagonista suponen todo un ejemplo de, como decía Rilke, aprender a ver; aprender a ver que la vida durante un paseo de “elásticas zancadas” puede ser maravillosa.
Samuel Butler, Erewhon
Uno de los grandes desconocidos de la literatura “utópica” -posiblemente eclipsado por la popularidad de Swift, con el que a veces se lo suele comparar. Butler construye en Erewhon (Erewhon=Nowhere) además de una excéntrica biografía personal, uno de esos viajes a tierras imposibles que sirven para satirizar de manera magistral las costumbres y el pensamiento de su época. Sin embargo Butler no se queda sólo ahí; despliega su peculiar filosofía cultivada con la pasión de un fanático para refutar a (su antes amigo) Charles Darwin y sus “depravadas” teorías evolucionistas. Sin lugar a dudas, el viaje más extravagante de las letras victorianas.
Louis-Férdinand Céline, Viaje al fin de la noche
Las febril deriva de Ferdinand (alter ego del propio autor) en la Primera Guerra Mundial, en las colonias francesas, en las grandes urbes de Estados Unidos, o de regreso a París, en una precaria consulta como asqueado médico se convirtió en la despiadada crónica del “viaje a ninguna parte” más influyente de esa literatura maldita que más tarde cultivarán Miller, Burroughs o Vonnegut entre tantísimos otros. Con esta innovadora obra -entre otras cosas por un uso del lenguaje que hasta entonces aún no había superado ciertos límites-, Céline erige un manifiesto nihilista que a ratos inquieta tanto por su crueldad como por la lucidez de las reflexiones del protagonista. Con permiso de los beatniks, desde entonces los viajes nunca más serán lo mismo.
Lord Dunsany, Cuentos de un soñador
Los cuentos de este peculiar novelista, dramaturgo y ensayista alcanzaron en su momento cierto reconocimiento literario; hoy día sólo aquellos diletants familiarizados con la más selecta literatura fantástica conocen a este aristócrata con título de Lord que también cautivó a Borges. Precisamente inolvidables relatos como Dias de ocio en el país de Yann o En Zaccarath componen un libro que a través de una extraña prosa y de una desbordante imaginación viajera nos describe mundos de una rareza y exotismo ultraterrenal. El viaje como otredad radical.
Stanislaw Lem, Diarios de las estrellas
Con permiso de Wells, Clarke, y Asimov, la literatura de ciencia ficción tuvo en este autor -junto con Gombrowicz seguramente el escritor polaco más conocido fuera de su país- a uno de sus mejores representantes. Al margen de Solaris (cuya adaptación cinematográfica de Tarkovsky lo acabará consagrando mundialmente) resulta de obligada lectura obras como Diarios de las estrellas, donde se narran los viajes de Ijon Tichy por lejanos mundos interestelares que sirven para satirizar esa mirada antropocéntrica que la obra de Lem nunca dejó de fustigar. Un viaje más allá de nuestro planeta para ver al hombre -y su pequeñez- con gran angular.
Hunter S. Thompson, Miedo y asco en Las Vegas
El malogrado creador del llamado “periodismo Gonzo” lograría con Miedo y Asco en Las Vegas (primero presentado por entregas en Rolling Stone) una de esas obras que dan para especular sobre hitos generacionales. Crónica autobiográfica de delirios lisérgicos llevados al límite -o más allá de cualquier límite- que no tardará en convertirse en el enésimo manifiesto contracultural norteamericano. El narcoturismo que más tarde practicarán hordas de adolescentes en los Coffee Shops holandeses tiene en la obra de Thompson una de sus coartadas literarias. Viaje a los excesos del hastío.
Jules Verne, La vuelta al mundo en 80 días
Verne y sus proféticos viajes -desde el fondo submarino hasta la luna- supo intuir como nadie que la movilidad sería una de las claves que definirían el mundo moderno. En La vuelta al mundo en 80 días la apuesta que el flemático aristócrata Phileas Fogg lleva a cabo marca el inicio de una manera radicalmente diferente de concebir el viaje. Un giro de 360 grados si se compara la hazaña de Fogg con la del sufrido Ulises; a partir de ahora el mundo dejará de ser un misterio: el reto no es otro que el de llegar al destino a tiempo. Con esta obra Verne presenta (queriéndolo o no) el acta de defunción del viaje. Finalmente el planeta deviene una superficie por la que moverse cada vez más rápido.