Una araña denominada Lygia Pape | ANTONIO MAURA

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… como si yo fuese una especie de araña tejiendo en el espacio...

Lygia Pape

 

Sería difícil encontrar a una artista que haya sido capaz de reflejar con mayor coherencia lo que ha supuesto política, social o culturalmente la segunda mitad del siglo XX en Brasil. Encontrarse con la obra de Lygia Pape permite vislumbrar las preocupaciones, sufrimientos, hallazgos, fracasos y éxitos de una de las generaciones más brillantes del panorama del gran país americano, quizás sólo comparable al grupo modernista de la década del veinte. Me refiero a los artistas plásticos y poetas que quisieron renovar el lenguaje plástico ―los concretistas y neoconcretistas―, a los que intentaron crear un cine plenamente brasileño con el Cinema Novo o a los que, inspirados en los movimientos de vanguardia y en el espíritu popular, supieron dar vida a un nuevo tipo de canción popular denominada ‘tropicalismo’. Hablo de poetas como Ferreira Gullar, Reynaldo Jardim, Haroldo y Augusto de Campos, a creadores plásticos como Lygia Clark, Hélio Oiticica, Amílcar de Castro o Franz Weissman, a cineastas como Glauber Rocha o Nelson Pereira dos Santos y cantautores como Caetano Veloso o Gilberto Gil, entre otros muchos. Hay distancias temáticas y temporales e indiscutibles diferencias entre unos creadores y otros, como entre sus diversos lenguajes, pero algo les une y les da un sello de identidad. Tal vez sea su nacionalismo sin fisuras, aunque profundamente crítico con la sociedad brasileña, su afán innovador, su conocimiento antropofágico de lo que se cocía estéticamente en Europa o su interés por la creatividad popular que, en buena parte, aceptan como si de un oráculo se tratase. Sea cual fuese la razón o las razones de esta cohesión de creadores, lo cierto es que se conocían y se relacionaban entre ellos ya sea en casa de unos o de otros como en cualquier local donde se diera de comer y de beber. Se han hecho legendarias las veladas de finales de los setenta y de los ochenta, en casa de Oiticia, donde acudían pintores, poetas y cantantes, las visitas que este artista daba en compañía de Lygia Pape y de otros por la favela de Mangueira —‘fala Mangueira’, cantará Caetano— o de la proyección de la primera película de Rocha, en Río de Janeiro, O patio, que se realizó en casa de Pape ante un público entre los que se encontraban, además de la anfitriona, Helio Oiticica, el crítico Mário Pedrosa o Lygia Clark, entre otros. El propio Oiticia participará como actor en otra película de este mismo cineasta, O câncer, en 1968. Lygia Pape, por su parte, además de aventurarse en el mundo de la creación cinematográfica, diseñará los carteles de películas emblemáticas del Cinema Novo como Vidas Secas y Mandacarú Vermelho, de Nelson Pereira dos Santos (1961), Deus e o Diabo na Terra do Sol, de Glauber Rocha (1964), Ganga Zumba, de Cacá Diegues o Menino de Engenho, de Walter Lima Jr. (1965), además de un largo etcétera. La relación e interferencias entre unos artistas y otros fueron continuas y fraternales. Y fue en ese mundo abigarrado de ideas y sentimientos en el que se ha desarrollado la expresión plástica, poemática, visual e intelectual de Lygia Pape. Recorrer, por tanto, las diferentes etapas de su quehacer artístico —como se ha hecho recientemente en una exposición en el MNCARS (Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía) de Madrid— es, sin duda, un recorrido por cinco décadas de la historia de Brasil en un momento de esplendor y gravísimas dificultades.

Lygia Pape desde sus inicios en el Grupo Frente y más tarde entre los Neoconcretos, en la segunda mitad de los años cincuenta, trabaja con los denominados Tecelares, xilografías de una sola copia, donde aprovecha las rugosidades vivas de la madera, la plasticidad de la línea y sus perspectivas innumerables y, algo que será fundamental a lo largo de su obra, la luz y su ausencia, es decir, la sombra. Los llamó Tecelares (telares), porque desde un comienzo, Pape se siente como una inmensa araña que se desliza por un espacio luminoso —las calles de Río de Janeiro, los ámbitos mentales en los que se tejen las ideas, la comunidad humana que acabará por reunir en una gran malla blanca— y vibra con la realidad de su tiempo. Nada ha pasado desapercibido para esta mujer de ojos de insecto que todo lo atrapan desde diferentes perspectivas, ángulos, contornos, como si el conocer fuese también rodear, envolver. «Mi propia creación es circular. Nunca he tenido fases», comentó a la periodista Angélica de Moraes, que la entrevistó para O Estado de São Paulo, en 1997: creación circular, podríamos decir, como el vuelo de las avispas, como el contorno de una tela de araña, como los panales de abejas, como el sueño de los insectos, que giran y giran en una danza interminable y seductora. De la misma forma, Lygia Pape plantea ideas que luego surgirán una y otra vez en un continuo discontinuo, en una sucesión interrumpida y renovada.

A finales de los cincuenta, cuando el gran problema que se le planteaba a los vanguardistas del Arte Neoconcreto, era la desaparición del marco del cuadro, que lo veían como una frontera o una prisión, Lygia Clark presentó su propuesta de Bichos articulando planos metálicos mediante bisagras. Hélio Oiticica, después de abandonar la superficie bidimensional de la pintura, inventó cajas a las que denominó Bólidos o capas para danzar en el espacio que llamó Parangolés. Lygia Pape, atenta al problema, imaginó primero su Ballet Neoconcreto, donde cilindros y ortoedros, movidos por cuerpos de bailarines, se deslizaban siguiendo un ritmo de color, sonido y luz. Imaginó también libros sin palabras, puras figuraciones en el espacio: el Livro da Criação, de donde emergían simbólicamente las imágenes del origen del Mundo, el Livro da Arquitetura, que mostraría los distintos modelos habitacionales, de culto o de poder a lo largo de la historia, y el Livro do Tempo, donde los días se despegan del calendario y desenvuelven una vida espacial, similares unos a otros y distintos, pues se trata de cuadrados de madera del mismo tamaño, pintados de diferentes colores y recortados de modo que las partes separadas se reutilizan en la misma matriz original del cuadrado. Libros sin palabras, por tanto, danzas sin bailarines: Lygia Pape sabe que lo contradictorio es posible, que lo fluido imanta, que lo vivo nunca podrá ser conocido en su totalidad, pero sí devorado: cada mirada es un mordisco en esa realidad intangible que nos rodea y constituye.

Después llegarán los años sesenta y la dictadura, los setenta y la represión, el miedo, la tortura, las desapariciones… Surgen las voces de los cantautores: Chico Buarque entona “Pai! Afasta de mim esse cálice” ―cálice, cále-se―, y Lygia Pape inventa el Divisor, donde la gente se agrupa en una misma tela blanca que les une y les separa, o los Ovos, cubos cubiertos de tela que hay que rasgar para emerger a la luz: “Amanhã ha de ser outro dia”. Son los tiempos que Artur Barrio abandona en lugares concurridos de la ciudad sus célebres Trouxas (paquetes ensangrentados) causando el espanto y la náusea entre los viandantes, cuando Cildo Meireles puso en acción las Inserções em Circuitos Ideológicos retirando del sistema de producción objetos reciclados, como botellas de coca-cola o billetes de papel-dinero, para reintegrarlos con mensajes contestatarios o políticamente contrarios al régimen de los militares. A la fecha de hoy tanto Meireles como Barrio han recibido, en España, el prestigioso Premio Velázquez a la totalidad de la obra, en 2001 y 2008, respectivamente.

Los años ochenta se inician, para Lygia Pape, con la partida de sus grandes amigos y colaboradores: Hélio Oiticica morirá en 1980, Glauber Rocha en 1981 y Lygia Clark a finales de la década, en 1988. La creadora carioca seguirá trabajando en los espacios urbanos —Espaços Imantados— en la denuncia del exterminio del indio —Manto Tupinambá— y en telares tejidos por la luz en el espacio: las Ttéias.

Este mismo recorrido biográfico y estético se muestra en la exposición mencionada del MNCARS, de Madrid, que el profesor José Jiménez, Catedrático de Estética y Teoría de Las Artes de la Universidad Autonoma de esta ciudad, ha descrito como «el despliegue de un núcleo expansivo: un conceptualismo lírico, una voluntad de transferir el vuelo del pensamiento al espacio poético de la representación sensible. Se expresa así la intención de dar sentido humano, íntimo, a las formas plásticas, haciendo de ellas un ámbito de resonancia de la sensibilidad, estableciendo cauces de comunicación entre el yo y el tú, el nosotros, la naturaleza y todo el cosmos.» Como a José Jiménez también a mí me ha impresionado la inmensa Ttéia de hilo dorado con la que se cierra la exposición. Esos «hilos de luz tendidos en el espacio, filamentos de lo visible tejidos por la araña del tiempo y del destino», en palabras del profesor de la Universidad Autonoma de Madrid, tuvo un origen que se remonta a los primeros trabajos de la artista carioca, cuando todavía estaba bajo el magisterio de los grabadores Oswaldo Goeldi y Fayga Ostrower: los tecelares de los que ya se ha hablado, aquellas mallas de líneas que dibujaban y desdibujaban formas en la clausurada red que era el cuadro delimitado por un marco. Pero también está la luz —la ausencia de mancha— que emergía de las irregularidades propias de la madera, una luz que obsesionará a Lygia Pape y que tomará diferentes registros: los Poemas Luz, de 1956-57, los propios Ovos, de 1968, con su apertura desde la oscuridad del recinto a la luminosidad del día o la Faca de Luz, de 1976. Paralelamente, los insectos también le han obsesionado desde el comienzo de su trabajo artístico. Prueba de ellos son las dos cajas de cucarachas y de hormigas —Caixa das Baratas y Caixa das Formigas— presentadas en la exposición de Nova Objetividade Brasileira, en el MAM de Río de Janeiro, en 1963. Las cucarachas, brillantes y acorazadas, provocaban la aversión de los espectadores que, como explicaba la propia autora, «veían su rostro reflejado en el espejo, en medio de aquella colección de insectos.» La caja era una obra de arte, o mejor, el rechazo de la obra de arte que los museos exponen indecentemente y fuera de lugar. Por otra parte, en la Caixa das Formigas, los insectos están vivos en medio un trozo de carne cruda, que picotean vorazmente. Bajo el rótulo de A gula o a luxúria los espectadores también se reflejan, en el cristal reflectante, en medio de un escenario escabrosamente erótico. Los insectos, en este caso, eran utilizados para presentar una crítica a la actitud pasiva e improductiva de los museos contraria a la actividad salvaje de la vida: «Las cajas se presentaron juntas porque mientras una representaba el arte muerto de los museos, es decir, las colecciones momificadas, la otra era exactamente el comportamiento imprevisible de las cosas vivas, pues de vez en cuando las hormigas incluso se escapaban y se paseaban por las obras de otras personas», explicaba la propia Lygia Pape en aquellos años. El lema A gula o a luxuria dio lugar, en 1973, a un cortometraje titulado Eat me, donde una boca como un útero muestra una lengua obscena que aúna lo pornográfico con la deglución obsesiva. Más tarde, en 1975, esta idea serviría para dos exposiciones tituladas Eat me: a gula ou a luxúria, donde la artista carioca denuncia la situación de la mujer como objeto de consumo.

Del mismo modo, la obsesión por las telas de araña regurgita en la mente de Lygia Pape con distintas modalidades o, si se quiere, se producirá, como se ha apuntado, una aproximación circular al tema. Primeramente, anima los xilograbados denominados Tecelares, que simulaban una red de líneas, de rugosidades en la madera. Posteriormente se explicita en un poema concreto, escrito a final de la década del cincuenta y que, a mi manera de ver, es de una belleza formal y fonética tal, que bien hubiera podido firmarlo Ferreira Gullar. Poema que no me resisto a reproducir:

 

aranha

no ar

aranha

ranha:

alheia estranha

entranhas veias

estica

liga tece soma

em fina goma

a trilha céu a ilha véu

brilha

filó fino fio frio

fila

afina toca alteia a teia arma

a lama calma

desarma

a morte tece

o sono ferra

e se amortece e a vida

espera

na esfera fera feia

teia.

 

Así pues, desde las líneas como hilos, de tecelares, pasando por la formulación fonética de la tela de araña, que atrapa el sueño, la muerte y la vida, a través de las cajas de las hormigas y cucarachas, llegamos a las denominadas Ttéias. Lygia Pape lo explicará con las siguientes palabras:

«A idéia das teias veio com o fusquinha andando de madrugada pela cidade, o fusquinha que acompanhou a mim e ao Hélio Oiticica em nossas aventuras. Subindo por um viaduto, descendo no outro, percebi que minhas idas e vindas pelas ruas eram como uma teia. Eu sentia que estava tecendo o espaço. E depois, com isso, eu comecei a tecer realmente, com as “Ttéias”.»

La primera fue la Ttéia nº 1, del Parque Lage, de 1978, después vinieron las de la Galería IBEU, de Río de Janeiro, en 1991, más tarde, la Ttéia Quadrada, del Paço Imperial, en 2002 y, finalmente, estas Ttéias expuestas en el MNCARS, en 2011, de las que José Jiménez afirma que construyen «un ámbito inaprensible, inmaterial, que se abre ante nuestros ojos invitándonos a tocar, a hacer vibrar, el sonido y la irradiación de la luz en el espacio.» Telas de araña, o simplemente telas, como Lygia Pape las ha definido, articulándose entre los árboles de un parque o los muros de un museo, que atrapan al espectador y lo devoran para, en una nueva formulación de la antropofagia, reintegrarle a sus fantasías, a una vida imaginaria y a una muerte visual. Lygia Pape, la artista de ojos compuestos, de insecto, capaces de captar la polarización de la luz, nos ha dejado un testimonio de la segunda década del siglo XX, en Brasil, con su asimilación del pasado y las simientes de su futuro incierto. Y esos hilos de nailon dorado, las Ttéias, que parecen acoger los rayos del sol y que nos atrapan en extraños, fantasmagóricos espacios mentales, permanecerán como un recuerdo imborrable en nuestras conciencias, como un destello sobrecogedor en nuestros ojos duales, sin facetas, de simples seres humanos.