Genealogías de la posmodernidad (Parte I) | MODESTA DI PAOLA

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En 1989, apareció el ensayo titulado El fin de la historia y el último hombre de Francis Fukuyama[1], cuya tesis era que con la caída del fascismo y del comunismo ya no quedaba oponente ideológico alguno al capitalismo liberal y que, por lo tanto, la guerra de ideas había terminado. Para él estos acontecimientos anunciaban el fin de la Historia, una época en la que los diferentes procesos sociales, ideológicos y culturales quedaban subsumidos por un consenso generalizado en torno al capitalismo liberal occidental. En claves distintas y desde perspectivas diferentes, el mismo problema había sido planteado muchos años antes en un famoso ensayo de Daniel Bell, titulado El fin de las ideologías, en el que se anunciaba la pérdida revolucionaria de la ideología del proletariado causada por los procesos de trasformación social generados por la nueva estructura del capitalismo avanzado:

“Las fuerzas impulsoras de las viejas ideologías eran la igualdad social y la libertad, en su acepción más amplia. El impulso de las nuevas ideologías está en el desarrollo económico y el poder nacional”[2].

Las tesis que Bell había planteado en su ensayo, a lo largo del tiempo, han sido desmentidas frente a una serie de hechos históricos como las agitaciones juveniles de los años 1960 y 1970, marcadas por el retorno del descontento radical en política; la ascensión de políticas extremistas en el tercer mundo; y la nueva economía capitalista que encuentra su eje en el nuevo imperialismo. En realidad, un hipotético fin de la historia ha permanecido en una dimensión intelectual, como ha demostrado la latente insatisfacción del hombre contemporáneo al buscar normas con significado en el desarrollo general de las sociedades humanas. Y de hecho, ¿cómo se podría definir la tentativa por parte de los países descolonizados de inscribir su propia historia en un contexto diferente respecto a la visión etnocéntrica? o ¿cómo considerar una historia que tradicionalmente ha permanecido en una dimensión oral, como la africana, y que ahora necesita crear un archivo de sus propias experiencias?, y siguiendo ¿cómo las sociedades occidentales pueden tolerar la aparición creciente de expresiones híbridas o criollizadas?, ¿y cómo desplegar una nueva historia que tenga en consideración estos fenómenos en un mundo en el que todas las mezclas se hacen posibles?

Como objeto, la cultura posee diferentes historias, algunas disciplinarias y otras externas al mundo académico. Interpretar la cultura actual significa trazar una relación entre la historia y las “genealogías de las formas culturales”, que como nota Arjun Appadurai, producen siempre nuevas geografías específicas, sean ellas reales o imaginarias.

“La relación entre formas históricas y genealógicas es desigual, diversificada y contingente. En este sentido la historia, esta disciplina despiadada del contexto (para utilizar la colorida expresión de E. P. Thompson), es todo”.[3]

Mucho más allá de un hipotético fin -de la historia, de las ideologías, de la modernidad, que en el movimiento posmoderno, por ejemplo, se identifica justo en aquel prefijo “pos” que hizo tanta fortuna-, la renuncia a concebir la historia como proceso universal o necesario, en cuanto a presentarse como plataforma que garantiza a la humanidad su progreso y emancipación, no se ha difuminado, ni tanto menos ha terminado. Puesto que, pese a las apariencias posmodernas, todo está sometido a la historia, en las dos últimas décadas hemos asistido al perdurar o a la trasformación de las ideologías que son, de hecho, los fundamentos de cualquier práctica histórica.

Jünger Habermas ha evidenciado recientemente que el proyecto modernista puede haber perdido una referencia histórica fija, pero no ha perdido la ideología.[4] El modernismo -que desde el principio se presentó con una fuerte carga de oposición al orden cultural de la burguesía, especialmente con los movimientos dadaísta y surrealista-, reaparece en la crítica de la representación posmoderna ya cambiada, pero con el mismo objeto de crítica y la misma naturaleza del arte. Althusser había sostenido que la ideología no es un velo ilusorio (la falsa conciencia implícita, por ejemplo en la noción marxista), sino un sistema de representaciones (imágenes, mitos, ideas o conceptos) por medio de las cuales vivimos de manera imaginaria, nuestras condiciones reales de existencia. Imaginarias no por irreales, sino porque son mediadas por el lenguaje y las representaciones que proceden de los lugares que él define como los “apartados ideológicos del Estado” (la familia, las organizaciones religiosas o los sistemas de información) y que contaminan los significados y la ideología misma[5]. Así, el arte del desafío del periodo moderno que se encuentra en los apartados de la cultura oficial (en los museos, en las instituciones culturales, en las calles o en las universidades), toma otros recorridos en el imperativo del posmodernismo y de acuerdo con su nueva lógica interna.

El posmodernismo se presenta como una ruptura con el campo estético del modernismo y al mismo tiempo, con una nueva política de interpretación de la cultura que -como nos han enseñado Roland Barthes y Claude Lévi-Strauss-, cada vez más se revela como un corpus de códigos o mitos y como conjunto de resoluciones imaginarias de contradicciones reales. Es en este contexto donde se desarrolla el proyecto interdisciplinario de los estudios culturales, un movimiento académico politizado con derivaciones hacia el feminismo, el marxismo, los estudios de género, la teoría queer, los estudios de raza y etnia y los estudios coloniales y poscoloniales.

Lejos de abandonar la historia, los estudios culturales intentan reemplazar lo que Douglas Crimp ha definido como la Historia del Arte “cosificada”, con otras historias:

“Lo que está en peligro no es la historia en sí (lo que, en todo caso, no deja de ser una ficción), sino qué historia, la historia de quién, la historia con qué propósito.”[6]

Esta tesis, si bien integrada en los procesos más complejos de los diferentes órdenes de la actual situación internacional -tras la caída del muro de Berlín, el colapso de los socialismo reales, el creciente papel que juega la conciencia cultural en los procesos de identificación social, el cambio de ruta en el sistema de relaciones internacionales, históricamente dominadas por países occidentales, hegemonía ahora problemática desde instancias políticas y culturales diferentes-, parece ser un capítulo de una historia a la espera de una próxima resolución.

La crisis del socialismo ha arrastrado consigo la promesa de una emancipación universal, que debe ser ahora repensada en parámetros diferentes. De alguna manera, el proyecto marxista se inscribía en un horizonte universal, válido para todo proyecto de emancipación. Y desde esta perspectiva, no cabe duda de que la gran tradición occidental de una teoría crítica de la cultura, a partir de las especulaciones teóricas fundacionales de Marx y Freud (tradición representada por la Escuela de Frankfurt o por autores individuales como Lukács o Sartre), parece estar en crisis. Esta habría que buscarla en las características teóricas, ideológicas y políticas que se han producido a partir del deconstructivismo, del movimiento posmoderno -y los consiguientes pos que han supuesto una ruptura entre lo moderno y el periodo que vivimos-, así como para los llamados Estudios culturales que al principio, con intelectuales como Raymond Williams, William Hoggart, E. P. Thompson y el aún joven Stuart Hall, habían adoptado una versión critica y compleja de un marxismo culturalista más atento a las especificaciones y autonomías de las antiguas superestructuras, incluyendo el arte y la literatura. Relaciones ambivalentes con el marxismo que en la mayoría de sus seguidores parecían haberse derrumbado junto al muro de Berlín y su “apertura” hacia el posestructuralismo francés (Foucault, Derrida, Lacan) y el posmarxismo “deconstructivo” (Laclou y Mouffe)[7].


 

 

[1] Véase Fukuyama, F., La fine della storia e l’ultimo uomo, Rizzoli, Milano 1992.

[2] Bell, D., (1960) El fin de las ideologías, (traducción: A. Saoner Barberis) Editorial Tecnos, Madrid 1964, p. 547.

[3] Appadurai, A., Modernitá in polvere, (traducción italiana: Piero Vereni; traducción al castellano libre) Meltemi editore, Roma 2007, p. 35. Edición original: Modernity at large. Cultural Dimensions of Globalization. University of Minnesota Press, Minneapolis Press, Minneapolis-London, 1996. La edición castellana va con el título La modernidad desbordada. Dimensiones culturales de la globalización, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires 2001.

[4] Habermas, J., en Foster, H., (ed.) La posmodernidad, Kairós, Barcelona 2002, p. 8.

[5] Véase Althusser, L., Ideología y aparatos ideológios de Estado. Freud y Lacan,  Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires 1988.

[6] Crimp, D., “Getting the Warhol We Deserve: Cultural Studies and Queer Culture”, Visible Culture: An Eletronic Journal for Visual Studies, 1(1), p. 12; citado por Van Alphen, E., (2005) en ob. cit., p. 80.

[7] Grüner, E., “El retorno de la teoría crítica de la cultura: una introducción alegórica a Jameson y Zizek”, en JAMESON, F.; ZIZEC, S., Estudios Culturales. Reflexiones sobre el multiculturalismo, (traducción: Moira Irigoyen), Ed. Paidós, Barcelona 1998, p. 20