El legado de Auschwitz. La generación del shock sonoro | RAFAEL PINILLA

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Posiblemente, fue en la década de los 70 cuando la famosa frase de Adorno se retome de la manera más escandalosa posible. Si después de Auschwitz era pertinente replantearse el arte, tres décadas más tarde será el momento de hacerlo de forma retroactiva a través de la ambigua mirada a ese mismo horror de campos de concentración y humeantes chimeneas. Los hijos de la posguerra ya no lamentan un pasado que no es el suyo; de lo que se trata es de usarlo como coartada para cuestionar lo que realmente importa: el presente.

Como es sabido, la apología del "no future" es indisociable de un determinado contexto socioeconómico; a finales de los 70 la crisis energética hace estragos y el paro tiene visos de convertirse un problema endémico; por otro lado, Mayo del 68 se ha desvanecido en el conservadurismo ideológico y en el inquietante aumento de la tensión nuclear entre los dos bloques. A partir de ahí se puede entender el rechazo explícito a cualquier relato y proyecto común -sin necesidad de haber leído a Lyotard-. La historia de ello es bien conocida.

Precisamente, en una de las epifanías estéticas del momento convergerá la respuesta juvenil del punk y su autarquía militante del "do it yourself" con la voluntad de ir un paso más allá en las estrategias de shock sonoro. Una primera avanzadilla serán el colectivo artístico Coum Transmisions con su posterior reciclaje en Throbbing Gristle; convertidos en grupo musical el cuarteto británico continuará apelando a sus obsesivas inquietudes -la enfermedad, la violencia, la muerte, el sexo- a través de una imaginería en la que los hornos crematorios y el Ziklon B se aliarán con la distorsión y las pulsaciones repetitivas. De ese primerizo núcleo nacerá Industrial Records con su característica imagen del campo de concentración polaco.

A partir de la materialización de Industrial Records y los vínculos con una escena más o menos marginal (SPK, Clock DVA, o Monte Cazzaza entre otros), se puede decir que el fenómeno de la violencia sonora empezará a tomar cuerpo en proyectos musicales de distinta ralea. Whitehouse asumirán unas referencias más o menos próximas a Throbbing Gristle, -discos dedicados desde Peter Kurten a Buchenwald- pero desarrollando una música dónde altísimas frecuencias llevaran al límite la capacidad de resistencia de cualquier oyente. Seguramente, hasta ese momento no se había ido tan lejos en las viejas e improductivas ideas de agresión musical.

A principios de los ochenta la onda expansiva de esa incipiente escena musical ya había trascendido los circulos más restringidos; en Italia Maurizio Bianchi compone su atronadora Symphony for a Genocide, en la extinta Yuguslavia aparecen unos primeros Laibach que con su nombre y su puesta en escena aluden a la ocupación nazi, en España Esplendor Geométrico titulan sus temas Negros Hambrientos, Amor en Mathaussen o Muerte a Escala Industrial...la lista de formaciones que por entonces explota el nihilismo totalitario y la violencia sonora es tan larga que su sola enumeración ocuparía unos cuantos libros. Ni que decir tiene que la actualidad musical ha tomado buena cuenta de ello.

¿Qué había detrás de esta celebración estetizada de la violencia sádica, el fascismo, o el racismo? Poco desde luego, como no se pretenda magnificar intelectualmente la inmediatez de la provocación o ciertas actitudes beligerantes con los excesos ideológicos de la contracultura de los 60. También había mucho de esa ironía que tanto lamentaba en sus tiempos el arisco Kierkegaard -ironía que debería tener un fundamento ético para ser lícita- y que en nuestros días parece que se haya acabado convertiendo en una especie de imperativo mediático, estético y hasta relacional.

Al margen de ciertos pseudodiscursos resulta pertinente plantear la posible influencia de esta peculiar escena musical en el seno del sistema artístico. Por lo pronto no resulta descabellado establecer una línea de continuidad con ese fenómeno que en los años 90 se definió como new british art (recuérdese la famosa exposición Sensation), un fenómeno que trascendió la escena británica gracias a figuras como Damien Hirst o los hermanos Chapman y su reconocida habilidad mediática para escandalizar a unas cuantas familias mientras buena parte de la inteligentsia artística celebraba sus provocaciones.

También en el obsesivo afán por diversificar su oferta, ciertos museos han incorporado programas donde se rinde homenaje a aquellos pioneros de la provocación musical -desde el Barbican hasta el MACBA-; así, las mismas formaciones han podido cambiar las angostas y siniestras salas donde antaño agredían al público por la pulcritud aséptica del white cube o las galerías de arte. Más o menos vendría a ser lo mismo la reciente recuperación de algunas de aquellas bandas en eventos más próximos al mainstream de los grandes conciertos de rock que al minoritario underground donde forjaron su reputación. Una trayectoria previsible para cualquier observador de la recepción moderna de determinadas formas culturales.

Poco se puede decir al respecto que no se haya dicho ya; quizás lo más llamativo de todo sea lo poco que sorprenden este tipo de historias. Por eso ya no engaña a nadie la inmediatez de tantas y tantas acciones con voluntad de provocación explícita; se contemplan con esa apatía pseudoilustrada que oscila entre lo ya visto y lo cómico. Se podría decir que lo único que hay en juego en este tipo de estrategias es una suerte de ensayo impostado mientras se sueña con la auténtica transgresión; aquella que apela a la muerte para construir una vida más plena. Mientras tanto, esa vida soñada se sustituye por un simulacro estético donde los demás son simples espectadores.