Imágenes del capital. Economía Posfordista y consumo visual | RAFAEL PINILLA

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Como es sabido, el modelo fordista ocupó un lugar central en el impulso económico hasta hace unas cuantas décadas; sin embargo, a pesar de su importancia y su presencia efectiva en la actualidad -la industria continúa produciendo en series masivas-, se puede afirmar que dicho modelo no ocupa la misma posición hegemónica de entonces. En efecto, en un contexto de progresiva terciarización, la producción de bienes inmateriales se estaría erigiendo como uno de los puntales de la vanguardia económica del capitalismo tardío; algunos ya hablan de la era de la información1.

El problema de categorizaciones de este tipo, es que además de flirtear con conceptos demasiado afines al viejo evolucionismo histórico, se destaca por encima de otros factores sólo una de las dimensiones del sistema económico posfordista. Y es que, el hecho de centrar la atención en la importancia estratégica del conocimiento o de la información -además de su producción y de su consumo- parece subestimar, o cuando menos desplazar, la importancia significativa de otros bienes de características inmateriales. Un ejemplo de ello es la imagen.

Al margen de la diseminación y omnipresencia de signos visuales en nuestra cotidianidad, convendría situar la relevancia económico-estratégica que ha ido adquiriendo dicha imagen y algunos de sus corolarios -artes, diseño- en el contexto actual. Pero para hacerlo, además de asumir la crisis de un determinado modelo económico y la progresiva desmaterialización de los bienes implicados en la producción y el consumo, se debería destacar previamente un proceso de des-diferenciación estructural que plantea una serie de inercias destacables2.

En efecto, si la modernidad estuvo caracterizada por una diferenciación tajante entre los distintos sistemas -p.e el político, el económico, o el estético-, la coyuntura actual implica una progresiva eliminación o disolución de barreras entre éstos. Si cómo se suele decir desde algunas posturas críticas, la política se convierte en espectáculo, el arte se politiza, o la economía se estetiza, quizás todo ello tenga que ver, independientemente de las inevitables particularidades intrínsecas de cada sistema, con una dinámica des-difernciadora que parece plantear curiosas alianzas. Empezando por la imagen y sus vínculos económicos.

En relación a este proceso se ha hablado mucho de la estetización de la realidad o del carácter casi etéreo de lo artístico3. Hoy día vemos que cualquier producto está sujeto a un proceso intensivo de diseño -desde el envoltorio de un bollo, hasta el botón de apagado y encendido de un monitor-; la imagen se infiltra tanto en el contundente logotipo de las firmas corporativas, como en los productos que éstas suministran. Pero hay que subrayar que este tipo de productos visuales que se presentan ante nosotros no sólo tienen que ver con la importancia estratégica del diseño o la saturación de la iconosfera a través de los mass media.

Un ejemplo de ello puede ser el papel de la institución museística en todas sus variantes, una institución museística que puede ser concebida como un artefacto suministrador de imágenes -o de productos estéticos- que, en estrecha relación con uno de los puntales de la economía global -la industria turística, principalmente- satisface las necesidades masivas de consumo visual. También en las heterogéneas modalidades de movilidad turística, el consumo visual -sea a través de documentos fotográficos, sea a través de la relación directa con el lugar- adquiere una importancia central en las distintas subjetividades.

Estos dos casos puntuales constatan que la mayoría de los aspectos de la vida social están condicionados por este consumo visual; ir de compras, hacer deporte, o comer en un restaurante, no sólo son hábitos relacionados con adquirir determinados productos, mantenerse en forma, o alimentarse: de una manera u otra, en todas estas actividades los individuos que participan se ven alentados a consumir imágenes o modos de vida estrechamente relacionados con imágenes. Y como no podía ser de otra manera, todo ello está condicionado en gran medida con la espectacular diversificación de unos bienes de consumo que ya no tienden a seguir la lógica fordista de producción masiva según rígidos nichos de mercado.

La valoración crítica de estas dinámicas posfordistas no sólo implica la supuesta manipulación de los individuos por un capital supuestamente omniabarcante; es vidente que la difusión y el consumo de imágenes también es susceptible de generar complejas relaciones al margen de cualquier determinismo. En cierta manera, autores como Walter Benjamin o Marshall McLuhan entendieron en sus respectivas épocas que un arte postaurático o una aldea global implicaban nuevas posibilidades críticas y de emancipación. O lo que es lo mismo, no se debería descartar la vieja idea marxista de que la expansión del capital también genera posibilidades objetivas de emancipación.

Aunque por ahora el principal problema es que esas posibilidades emancipatorias sólo se han planteado de manera convincente en el plano teórico: el cine que mayoritariamente se consume está lejos de movilizar a los individuos, y la interconexión mediática no va más allá de un solipsismo narcisista que apenas trasciende la pantalla. Sin embargo, y a pesar del lugar común, ninguna historia se repite y toda realidad está abierta a la más absoluta contingencia. Por lo pronto, sólo nos queda la evidencia de que la imagen está ahí para ser consumida en sus múltiples formas; lo que luego se haga con ella es responsabilidad de cada uno. Y en esa responsabilidad hay mucho en juego.

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1 Véase, por ejemplo, la trilogía de Manuel Castells La era de la información, Madrid, Alianza, 2003.

2 Seguimos la tesis de Scott Lash y John Urry en Economías de signos y espacio. Sobre el capitalismo de la posorganización, Buenos Aires, Amorrutu, 1998.

3 Michaud. Y., El arte en estado gaseoso. Ensayo sobre el triunfo de la estética, México, FCE, 2007.